Tierra del trigo y del viento, de la cebada y del centeno, de la brisa y la ventolera, de los chícharos y los chochos, del ventarrón y la ventada, de las habas y los garbanzos negros, de los alisios y del ciclón, de las lentejas y poco millo, de alguna calma y mucho vendaval, es la tierra de Garafía. Barrancos y lomos, tablados y montañas, laderas y “cabocos”, acantilados y fuentes, desde la costa hasta el monte, forman “la más quebrada y áspera tierra del mundo” en palabras del obispo de Canarias, Cristóbal de la Cámara y Murga, cuando visitó este cantón del noroeste palmero. El pueblo alcanzará su apogeo en la década de los cincuenta del pasado siglo en una conjunción armónica de hombre y mujer con la naturaleza, de modo que todo rincón tenía provecho para los campesinos y nunca la misma estuvo tan mimada y rica como entonces. Hay una deuda con aquella sacrificada gente, tanto la que permaneció allí, como la que tuvo que emigrar, en algunos casos, forzosamente, por la torpe política foránea de protección de un monte que nadie cuidaba mejor que el garafiano. El agricultor y el ganadero no solo no recibían ayuda para sus actividades, cuando las medidas de fomento se generalizaron en el país, sino que se exponían a las graves sanciones económicas por cortar cuatro gajos de faya, brezo o pino para el cuidado de sus animales en los corrales y para obtener el estiércol tan importante en el abono de sus tierras. En aquella economía de subsistencia, el grano era fundamental en cada casa y el gofio el rey de los productos alimenticios, como en tantos pueblos de Canarias, pero pocos municipios podían presumir de obtener en su término la variedad del grano enumerado. En aquellos años, en Garafía se cosechaba casi todo, era una tierra agradecida, abonada por una gran cabaña ganadera, cuidada con primor. Eran numerosas las eras y allí se trillaba, tras el duro trabajo, convirtiendo las variadas tareas en un día de gallofa, de alegre fiesta, al llenar los sacos de muselina, balayo va, balayo viene. Aunque cada familia mezclaba los granos con mayor o menor disponibilidad y gusto, el gofio en Garafía tenía como componente principal el trigo. En Cueva del Agua, mi abuela, Ángela Rodríguez Pérez, doña Angelina, preparaba la mezcla de grano, para llevarlo al pueblo, como allí se decía para denominar al casco del municipio, Santo Domingo. Con agrado recuerdo como utilizaba la cuartilla y el medio almud para medir la proporción de trigo, en menor cantidad, añadía cebada y, alguna vez, centeno. No podían faltar los chícharos y los chochos, algunas habas, algo de garbanzos y poquitas lentejas, y raramente millo. Hoy diríamos que aquello era un festival de la diversidad. No siempre la combinación del grano era tan variada y cada familia le daba su toque, con el trigo siempre como base, salvo que el secano hubiese apretado demasiado y la mala cosecha obligase al gofio solo de cebada. El destino del grano, en talegos y sacos, la mayoría de las veces, durante mi niñez, era el molino de Marcelino. Otros vecinos solían llevar su grano a Llano del Negro, al molino que aún hoy luce esbelto, y hasta finales de los años cincuenta, algunos elegían el molino de El Calvario, que dejó de funcionar, prácticamente, en 1959, y que ha tenido un deterioro mayor. Hombre amable y atento recibía el variado grano que luego devolvía molido con bastante prontitud. Su enemigo eran las calmas, tan amadas por los paisanos. cansados de la ventolera y por los amantes de mar, donde la lapa, la vieja o la cabrilla tenían sus horas contadas con los expertos pescadores de aquellos lares. No faltaban la morena y el murión ni los burgados junto al variado pescado. Todo no podía ser a la vez, ni la calma podía durar mucho en la tierra del viento, por eso Marcelino volvía pronto a la molienda, después de aprovechar para repasar las aspas y realizar los pequeños arreglos de mantenimiento, despachando los encargos de los vecinos más próximos y de quienes volvían de los lugares más alejados como El Mudo, tras larga caminata. El molino de Marcelino, de acuerdo con las averiguaciones realizadas en diversas entrevistas, el testimonio visual y sonoro de Gilberto Alemán y otros, y el riguroso estudio etnográfico de Pilar Cabrera Pombrol, en su libro “El gofio y el pan en Garafía”, complementado con mis vivencias personales, durante dos décadas, puede ser descrito con bastante precisión. El Molino de Marcelino en Santo Domingo, Villa de Garafía, inició su andadura el 30 de noviembre de 1900, según consta en la inscripción realizada en su interior, de manos de José María Rodríguez Pérez, que lo dio de alta oficial en 1902. Desde su primera ubicación en El Tocadero, en la parte posterior de la Iglesia de Nuestra Señora de la Luz, el molino se traslada a la que ha sido su ubicación hasta la fecha, siendo adquirido por Marcelino Pedrianes Pérez, principal artífice de su historia y del nombre por el que todos los vecinos conocen al relevante triturador de granos entre los molinos garafianos. El molino se mantuvo funcionando hasta 1974, cuando menguaron las fuerzas del hombre que, con la ayuda del viento, constituía su alma. Marcelino Pedrianes Pérez, nacido en Garafía el 2 de junio de 1899, falleció el 26 de mayo de 1978. Su vida, su afán y su lucha retratan la trayectoria de sus paisanos para sobrevivir y mejorar las condiciones de la austera y dura vida de la primera mitad del siglo XX en Garafía. Emigró a Cuba para volver con el fruto del intenso esfuerzo en modo de pequeño capital, suficiente para adquirir, construir o reparar una vivienda o comprar algunas fanegadas de terreno, lo que era proyecto vedado para la mayoría de los habitantes que permanecían en su tierra natal. El paisaje y el paisanaje de Garafía y de tantos pueblos canarios no se entiende sin Cuba, primero, y Venezuela, después, con la profunda beneficiosa huella que ha llegado a nuestros días. Marcelino era un hombre trabajador, prudente, serio y meticuloso, al punto de dejarnos interesantes anotaciones sobre las reparaciones realizadas, con las oportunas fechas de la instalación, modificación, sustitución de piezas o cualquier otro aspecto relacionado con su molino. El molino que muchas veces aprovechaba el “terral de la cumbre”, ese viento parejito, en palabras de la autora arriba citada, se fue agotando en su noble lucha, marcado por los avances tecnológicos y la instauración de molinas movidas por los galopantes combustibles fósiles que entonces pocos cuestionaban, por la decadencia de un pueblo que comienza a perder habitantes con demasiada rapidez y por la edad de su promotor que ve mermar la fuerza de aquella juventud que le dio tanto protagonismo. El molino era el primer testigo de ricas y jugosas conversas de cuantos clientes se acercaban por allí, del arropamiento de Bibiana Elisa Pedrianes Fernández, esposa de Marcelino, que, durante horas y horas, bordando y bordando, trajinando y trajinando daba vida al molino, más allá del viento, y de la presencia de la querida hija, Bernardina Pedrianes Pedrianes, realizando sus tareas escolares o colaborando en las obligaciones familiares. El pasado día 13 de agosto, en la plaza Baltasar Martín, el molino revivió en los emotivos recuerdos de la única hija de Marcelino, la siempre atenta, franca y elegante Narda de aquella infancia vivida en Garafía, en la década de los cincuenta y parte de la del sesenta del pasado siglo. Un encuentro después de muchos años me permitió confirmar el deseo de restauración del emblemático lugar y de contar con las ayudas públicas imprescindibles para ello. Residente en Santa Cruz de la Palma, no deja de darse un salto a Garafía, su querido terruño. En el pueblo o en la ciudad seguiremos hablando, porque el molino debe volver a sus fueros y nadie como ella sabe del amor de su padre que frente a la costumbre de la época no quiso tener más hijos, porque su aspiración se había cumplido con su mayor deseo, tener una niña, lo que contrastó con la prevalencia general del varón propia de aquellos años. El buen esposo con el amor especial a su hija y el mimo a su molino logró mantener su funcionamiento hasta pocos años antes de morir. El Ayuntamiento de Garafía debe reconocer a sus hijos destacados y emprendedores en cualquier campo de la actividad humana, como ocurre con don Marcelino Pedrianes Pérez y su molino, y no puede ni olvidar ni perder su legado. En nuestros días, en una "economía de subsistencia global" por la necesaria protección del planeta, en el que asistimos a un desarrollo desorbitado y al abuso en la utilización de los recursos naturales con voraz consumismo, se impone vivir, respetando, con convicción, el medioambiente, potenciando productos naturales próximos a su destino, de modo que el progreso consistirá más en un avance tecnológico para el cuidado y mimo de la Tierra que en un aumento del consumo. En este futuro que ya tocamos, con los valores ecológicos en alza, Garafía puede volver a cobrar protagonismo para prestar, tras la ayuda que necesita, nuevos valores y modelos, con actividades artesanales, con una agricultura y ganadería sostenibles, en beneficio de La Palma y toda Canarias, como ya lo hizo en siglos pasados, cuando fue uno de los principales graneros de las Islas Afortunadas. Garafía sola no puede. Hoy Canarias debe ayudar el municipio con más baja renta del Archipiélago, para reactivar ese nuevo modo de vida que llega acorde con el mayor cuidado posible al medioambiente. En ese nuevo marco de calidad de vida, cuando se puede estar lejos y no alejado, aislado y no solitario, cobra pleno sentido no solo la conservación de los molinos y otras construcciones por su valor etnográfico, sino también por la recuperación de actividades que vuelven a ser viables. El molino de Marcelino paró hace años, y ha permanecido en coma, demasiado tiempo, pero ahora es posible despertar al molino, debido a la mayor sensibilidad de la gente con estos temas y la existencia de fondos regionales y europeos para estos fines, en el marco de acciones de fomento, propias de las sociedades desarrolladas. No permitamos la muerte de los molinos que aún conservan un hálito de vida y, cuidando nuestro patrimonio, colaboremos con la familia de Marcelino para dar larga vida a su entrañable molino. Manuel de los Reyes Hernández Sánchez, 15 de agosto de 2021.
7 Comentarios
JUANA MARIA HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ
25/8/2021 02:29:05 pm
Leer este artículo, ha sido todo un placer y vuelta a los años de nuestra infancia y juventud, ojalá llegue a nuestros políticos para que reactiven ese estilo de vida
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Isabel Domínguez
25/8/2021 09:29:16 pm
Emotivo artículo querido Manolo, que hace añorar la templanza y cariñosa dedicación de las gentes de otras épocas, que no solo trabajaban para el sustento de su familia, también primaba el amor a su oficio, cosa esta última que en muchos casos ha desaparecido y que a lo mejor, por mor de la crisis que vivimos, puede hacer que se recupere en las nuevas generaciones que nos sucederán l.
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José Fernández González
25/8/2021 10:51:18 pm
Narración tremendamente arraigada en el entorno garafiano, haciendo una exaltación de las costumbres y personajes del lugar. Detalla la costumbre de usar la energía eólica para los molinos de gofio; tecnología hoy en pleno auge.
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Javier Santos
25/8/2021 11:59:27 pm
Que necesarios son esos recuerdos de la infancia que ya son historia, gracias.
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Aurelio Santana
26/8/2021 06:04:53 pm
Qué maravilla y cuánta verdad en lo que dices, Manolo.
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Inodelvia ramos
15/9/2021 02:54:51 pm
Muy buenos recuedos mantienes del trabajo del molino de Marcelino.el Ayuntamiento con ayuda del Cabildo deben luchar por restaurar y mantener los molinos,cuya estampa dignifica el norte de la isla.algo parecido a lo que han hecho con las casas camineras.Muy bien,Manolo.
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Carmen Rosa Hernandez Pombrol
22/11/2022 11:04:38 am
Volver al pasado desde la ventana de la cocina de mi madre.....el Molino de Marcelino fue la imagen que quedo grabada para siempre desde mi niñez, porque quedaba justamente enfrente, al final del el sendero que se abria de la calle directo al al inolvidable molino, que durante mucho años movio sus aspas ante mis ojos cuando en las mañana abria la ventana de la cocina.....Ahora es el inmovil y callado testigo de un presente desolador que entristece al garafiano que visita su pueblo quiza para despedirse por ultima vez, y que solo ve casas vacias, y un silencio que estremece la calle de arriba a bajo cuando recuerda a cada vecino con los que convivio toda su juventud, y ahora no hay nadie, solo la imagen triste de sus casas cerradas, sin vida ni alegria.....Ni siquiera el viejo molino respira, solo vigila el paso del tiempo que para el no tiene limites.
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