De niño subía, alguna que otra vez, caminando desde Cueva de Agua a El Colmenero y, excepcionalmente, a Catela, lo que solo podía hacer en las vacaciones escolares o los días que el maestro se ausentaba.
Mis padres residían en Santo Domingo, en la calle Pérez Brito, nombre puesto en recuerdo del gran garafiano y prócer palmero, y el resto de la familia en Cueva de Agua. Los primeros recuerdos arrancan a los tres años, en 1953, y nacen marcados por la protesta cuando me obligaban a caminar, y mi hermana Ángela Carmen, dos años menor que yo, iba en los brazos de mi tío o, en los trayectos más largo, sobre una mula. A mi padre tengo que agradecer su empeño en que fuera monaguillo y cuando aún no había cumplido los cinco años ya estaba aprendiendo la misa en latín, con el párroco don Leandro López Conde, lo que supuso un estímulo para mi memoria, facultad que me ha sido muy útil em los estudios realizados. Tardé años en entender aquella sonora lengua que unas veces recitaba y otras, como si estuviera en el coro, entoné, tratando de imitar a Leopoldo, el sochantre. Al mismo tiempo mi madre me enseñó a leer y a escribir, de modo que cuando a los seis años comencé la escuela, con doña Maruca Brito Guadarrama, la madre de Sergito, mi padrino de confirmación, asistía a clase con esa seguridad que da saber las cosas antes. En la plaza de Baltasar Martín, dedicada al gran adalid de La Palma, en Santo Domingo, jugaba al hilo, la piola o el escondite y, a veces, en la calle Calvo Sotelo, ahora Juan Régulo Pérez, nombre del insigne profesor que no se olvidó de su pueblo. Aún recuerdo los paseos y sus explicaciones, siendo yo un muchacho al que amablemente atendía, a lo largo de la “avenida” Díaz y Suárez. En la plaza y en las calles también los chicos nos divertíamos con los boliches, la pelota o el trompo, cada vez que se podía, generalmente por la tarde, pero nunca después del toque de oración dado por las campanas de la iglesia, Nuestra Señora de La Luz, con dos naves, desde el siglo XVII, donde se venera la patrona de la Villa, con celebres fiestas que llegaron a contar con orquestas, como la afamada “Casablanca”, desplazada desde Tenerife por barco hasta el fondeadero o puertito de Santo Domingo, y con uno de los más antiguos y celebre “Auto de los Reyes Magos”, que cada año, en enero, atraía, incluso, a la gentes de otros pueblos.
El trato menos exigente que las abuelas dan a sus nietos frente al de las madres, también se cumplía en mi caso, y eso hacía que me encantara, con cierta frecuencia, escapar a Cueva de Agua, siempre con el permiso de mis padres. Recuerdo ir muchas veces, caminando, y cruzar el barranco de Fernando Oporto, pues en Garafía, la tierra más quebrada del mundo, según el obispo don Diego de Muros, pronto se pasa de los tablados a los barrancos y de los barrancos a los lomos.
Al fijarme en los años de la más temprana infancia he señalado el límite temporal de 1959, cuando ya llegaba a su término la enseñanza primaria para preparar el ingreso con Manolo Paz y estudiar luego el bachillerato. Ese fue el año, también, en que el torero José Mata se iniciaba en los ruedos peninsulares, un 8 de junio en Arévalo. Garafía da de todo, según expresión popular. Sin embargo, el acontecimiento más relevante por estos tiempos ocurrió el 29 de noviembre de 1959, cuando se inauguró la carretera que, por primera vez, comunicaba Garafía con el exterior. Hechas estas referencias, solo como marco temporal, de una Garafía en su momento más espléndido, que iniciará su decadencia, poco después de llegar la carretera, magistralmente retratada en el libro “La Isla Amputada” de mi hermano Gonzalo, trataré de dar razones del título: “Diga usted que no le toque”, en el también marco espacial reducido al que se añadía El Colmenero, tratando de ordenar el “rebujón” de ideas que me vienen a la cabeza. Hechos y anécdotas de un pueblo pujante, donde el continuo trasiego de personas se acompañaba en los caminos con las mulas y otros animales de carga que no tenían problemas de herradura siempre que estuviera cerca Luciano en Santo Domingo y donde podía aparecer Angelino descalzo y con montera, dejando impresionado a un niño como yo, cuando le vi a la salida de El Tocadero, por cargar a la cabeza, que era, entonces cosa de mujeres. Aquel noble hombre alto y enjuto fue el primero que llevó una maestra al Mudo, cosa que supe después. La Villa de Garafía, a pesar de no contar con una carretera ni hacia Los Llanos de Aridane ni hacia S/C de La Palma, estaba comunicada con el exterior y participaba de los acontecimientos comunes a los demás pueblos y a la isla entera como fue la peregrinación de La Virgen de Fátima en junio de 1954, que recorrió toda la isla. La Virgen trasladada a hombros por el camino real, procedente de Barlovento, entró en Garafía por Franceses, siendo acompañada por las enormes hileras de niños y mayores, de modo que cuando ya la divisábamos al aproximarse a Santo Domingo, al final del barranco de La Luz, todavía se veían las últimas personas provenientes de El Palmar, pasando por Salvatierra y entrando al barranco. Aquella multitud indudablemente parecía ser mayor por la quebrada disposición de la misma a lo largo del camino real del barranco. Mi caminata con cuatro años tuvo un descanso en El Calvario y me parece estar viendo la peana o tarima que se hizo allí, cubierta por un manto, y adornada por caracoles y dalias, entre otras muchas flores. La gran procesión continuó con rezos y cantos hasta Cueva de Agua y siguió hasta las Tricias. Mis tíos me recordaban estos hechos que rompían la a veces monótona vida del campo. De las Tricias se volvieron, mientras la Virgen seguía, camino de Puntagorda, fijando en su mente, también, los alegres bailes folclóricos de la entusiasta Inés Mata.
Retengo en la memoria múltiples personajes y algunos se hacen presentes, con frecuencia, como el apreciado don Octavio Rodríguez, que era casi más médico que practicante, con residencia en Llano Negro, lo que hoy resulta sorprendente, si se tiene en cuenta que existía un médico en Santo Domingo. Un ayuntamiento fuerte con el significativo ingreso de los “quintos” que todavía se cobraba a los campesinos, era la expresión de una actividad económica y social muy variada, como podía ser, entre otras muchas, la venta ambulante de mano de Benito de Tijarafe o Floro de La Mata que con sus fardos de ropa recorrían todos los barrios. Los más viejos del lugar todavía recuerdan aquella voz de Floro con la frase “algo en tejido” para llamar la atención del posible comprador. Ahora toca volver a la famosa frase de Segundo de Catela.
El Sitio de El Colmenero, al lado norte de la montaña del mismo nombre, en Garafía, forma un pequeño valle de encanto con una casita que ya existía en la época de mi bisabuelo, Francisco Rodríguez Medina, más conocido por Pancho Lidia, allá por los años setenta del siglo XIX, en los que prácticamente ninguna familia era mencionada por sus nombres o apellidos, sino por los nombretes o apodos que formaban parte del lenguaje diario, salvo, en algunos casos, la deferencia presencial cuando eran más ofensivos.
La casita de dos habitaciones, en la que llegué a quedarme de noche tres veces, tenía su aljibe hecha por él, un hombre que según me cuentan estaba siempre trabajando, haciendo paredes, sorribando o cavando, es decir, lidiando, de ahí el “Lidia” que hacía de apellido. En el exterior vigilantes siempre el limonero y, en dirección a la era, el nisperero de frutos grandes, molestos con el tiempo, ya que, con tanta bruma, la escarcha no les dejaba tranquilo. Un poco más arriba estaba la casa de la tía Andrea y al final del terrenito, hacia el norte, la casa de Adoración, vecina y parienta nuestra, la única que vivía fija todo el año en el bello entorno.
En aquellos años cincuenta del pasado siglo, cuando Garafía alcanzó su máximo de población en sus quinientos años de Historia, superando los cinco mil habitantes, había un trasiego de personas y bestias por todos los caminos que bien trillados desconocían las hierbas y ramajos en el suelo, fueran caminos reales, veredas, atajos, serventías o andenes, aunque siempre estaban al acecho las retamas y el oloroso escobón, y las vinagreras, más en la costa, y las tederas y las pegajosas jaras y altabacas, buenas para barrer tunos, cuando no el brezo o la faya si se iba subiendo al monte, donde se podía divisar el amarillo luminoso de los codesos. Fascinante variedad de plantas y arbustos que subían lentos desde el mar en El Callejoncito hasta encontrar más arriba los árboles frutales y los pinos más atrevidos y solitarios que se adelantaban a sus compañeros del bosque, en una simbiosis que alcanzaba la hermandad en muchos casos como las tederas y tuneras que hacían decir al pregonero: “el que quiera tederas que siembre tuneras”, no siempre valoradas, de ahí la connotación de penca, tan despectivamente usada.
En las caminatas solía masticar “linojo”, planta que dejaba buen sabor en la boca, de la familia de las umbelíferas, que fuera de aquellos lares se conoce por hinojo. Subí desde Cueva de Agua muchas veces, acompañado por mi abuela Angelina y mi tío, o solo con mi tío Antonio para ayudarle en sus tareas, y en ocasiones poco más que acompañarle, pues al monte se iba todos los días, ya que complementaba la economía de subsistencia de la costa propia de la época.
Normalmente salíamos temprano desde la casa de Cueva de Agua que mi abuelo Antonio Sánchez Pérez había construido en 1924 con el dinero traído de Cuba y que hoy es propiedad de mi hermana Elena Síntica. Aquella Cueva de Agua también quería tener su ermita con la colaboración de hombres, mujeres y niños, hecha bloque a bloque a pesar de dos temporales que tumbaron las paredes construidas, casi a la altura del techo, uno de ellos al finalizar el invierno en 1957. Allí están mis granos de arena, pues siendo un niño de seis años, Basilisa, mujer entusiasta y dinamizadora, de las personas que se lleva bien con casi todo el mundo, me coció un talegito pequeño para que pudiera yo llevar también al hombro mi parte correspondiente de “prestación”. Cueva de Agua contaba ya con una pequeña capilla en Los Hondos, lugar de descanso de la Virgen de Fátima en su famosa procesión, hecha en aquel sitio por estar a la entrada del barranco de “El Atajo”, al pie del camino real y poco más arriba de la famosa “Cueva de Agua” que llegué a ver con el manantial original. La gente la conocía como la ermita de “Fátima”, aunque es más bien una pequeña capilla u oratorio, con una plaza delante.
Costaba subir hasta “El Colmenero”, pues nada más que salir comenzaba la pendiente, dejando atrás las casas de Luis Galán, tío Dámaso, Acisclo, Bernabé “Cominito”, Melchor, Juan Pérez, tío de mi abuelo Antonio, que, con sus décimas dictadas a su mujer, por no saber escribir, no dejaba títere con cabeza, y Fermina la madre de Quiteria, hoy famosa por los rosquetes con reconocimiento general. Por el lado izquierdo había menos casas, pero una muy singular, la casa de Panchita, hoy tan conocida. También Quiteria es muy apreciada porque ha conservado la tradición de hacer dulces que existía en muchas casas que tenían su propio horno. Me parece ver bailar, todavía, alrededor de los rosquetes, a los marquesotes, merengues y mantecados, y los ricos almendrados que de las milanas pasaban a las latas para su buena conserva. Aquellos sabrosos dulces, que las madres solían colocar en sitios altos de la lacena para que sus hijos no los alcanzaran con demasiada facilidad, y acabaran con ellos en un solo día, no eran muy variados, pero a los niños nos parecían tantos que no entendíamos que hubiera otros diferentes, salvo la rapadura, que también aparecía, aunque menos, por aquellos lares.
El camino se hacía cada vez más pendiente hasta llegar a la Faya Machorra lo que daba cierto respiro en la subida más suave en dirección a la Degollada para un primer y obligado descanso, ya que era más o menos la mitad del camino y tenía la ventaja de formar un lomo de piedras que lo dividía en dos partes y que permitía la fácil descarga de los sacos que se llevaban al hombro o las “serecas” de las mujeres que portaban a la cabeza con una rodilla o suegra para dar un mejor equilibrio y una mayor protección. Las bestias entendían perfectamente la voz de su amo y esperaban con paciencia el reinicio del camino. Un poco más arriba se dejaba la Calzadilla a la izquierda y se seguía en dirección a Los Lomitos, pero cogiendo el desvío a la altura del lomo de Vicente de las “Cumplidas” con su casa, aislada y llamativa, donde se manifestaba la clara alegría, porque el final estaba cerca y “El Colmenero” a la vista.
Allí almendreros, perales y “cirueleros” cambiaban de traje, unos cuando enero llegaba a su fin, otros en el corto febrero y así al romper la primavera se organizaba un festival de flores donde no faltaban los manzaneros, que meses después ofrecerían las olorosas manzanas, en un marco exuberante, más verde aún si en abril caía un poco de lluvia, pues siguiendo el dicho: “aguas mil”, mientras los castañeros aguardaban su turno para rendir culto a la naturaleza en el día de Todos Los Santos. Los tunos muy sabrosos se organizaban durante seis meses, pero algunos, como los últimos de Filipinas querían llegar hasta esa fecha en que el año viejo da paso al nuevo. Eran los “tunos tardíos”, amarillos o blancos, que ya les costaba competir con los tunos “mahón” de Juan Adalid o del Mudo.
Las engalanadas ciruelas de las flores de febrero salían de fiesta al llegar el verano transformadas en fruta y se llevaban el premio de la variedad, porque cuando no aparecían las pequeñitas japonesas con vestido más amarillo o blanco, que siendo menos buenas ganaban a las rojas más ruinejas, al ser más acidas y que por ello eran castigadas a ser secadas y acabar en el goro, donde el cochino se engordaba para luego de la matazón llenar la tina de madera y alimentar a la familia casi todo el año. También se presentaban las agustinas blancas, ganando la partida a las agustinas más verdosas y tardías. Las mulatas del barranco donde dicen Dornajito, que maduraban más temprano, por la época de las guindas, cuando ya San Antonio, siempre acompañado por Julián, quería ser todavía más venerado en su fiesta cada 13 de junio, llegaban en su cesto de mimbre o de caña o de caña y mimbre, rodeadas de helechos para no ser molestadas y disfrutar de su protección. Allí le esperaban siempre la blanca redonda criolla y la blanca redonda forastera que, olvidando su procedencia, venía hermanada como si fuera una garafiana más de toda la vida: y allí estaban, también, las claudias ovaladas, de color morado, confundiéndose en nombres con agustinas bien fueran huevo chivato, huevo burro o huevo toro. El festival de las flores había dado paso al festín de las frutas.
También había en aquel frondoso valle, alguna brevera e higueras que ofrecían su rica fruta cuando se acercaba el verano; primero, aparecían los allí llamados higos locos, más conocidos en otras zonas por higos tempranos que avisaban para la pronta recogida. No había dudas sobre el momento oportuno en que los higos no deberían seguir en la higuera, porque era más seguro llenar los cestos artesanos, obra del tío Antonio, el gran apicultor de la zona, además de destacado artesano, pues las grandes degustadoras con su revuelo y graznido marcaban el momento oportuno. Era imprescindible dar algo de la cosecha a tan avezadas colaboradoras, que, vestidas de negro, las muy coquetas, se pintaban el pico y las patas de rojo y algunas para destacar más, impresionaban con un arreglo que daba un reflejo suavemente azul, allí les llaman grajas. Ellas avisaban siempre, en el monte, más con el higo blanco, en la costa, con el gomero, el blanco, y el negro, casi desconocido en otros sitios.
Se trabajaba duro, en invierno por unas razones, y en verano cuando había que cegar y trillar en la era el trigo, la cebada o el centeno, por otras. Adoración cultivaba algunas tierras a medias con mi abuela Angelina y la cosecha se repartía a partes iguales, cosa casi imposible en aquella época con sus generosas mentes y ello era así, porque con la cosecha, después de llenar los sacos con el cereal correspondiente y algunos talegos de muselina, siempre surgía el número impar en forma de balayo que cada una quería recogiera la otra. Aún me emociona ver a mi abuela caminando a lo largo del natero en dirección a la casa de Adoración para ver luego a Adoración, portando en la cabeza aquella cesta de boca ancha sin asas en dirección contraria. El último balayo o, en otros casos, el almud, la cuartilla o el medio almud nunca se repartían. Tengo buena memoria, pero no recuerdo quien de la dos ganaba aquella partida, que fue toda una lección para los niños que allí observábamos. Deduzco por la magistral clase dada, que unas veces el grano se quedaría allá y otras acá.
El invierno con su lluvia o llovizna, con su bruma o neblina daban al lugar una sensación de misterio, con el frío entrando por las rendijas de puertas y ventanas o con el viento enfadado metiéndose por el techo entre teja y teja, y todos con un tremendo pelete. Cuando años más tarde me trasladé a Lisboa, en 1994, por razones profesionales pude experimentar de nuevo la sensación de embrujo romántico al subir a Sintra, en medio de una vegetación exuberante, por una carretera de curvas que apenas permitía distinguir la ruta por la intensa neblina. En aquella señorial Lisboa y en los pueblos del país lusitano pude comprobar todo lo portugueses que éramos los garafianos, con las franjas horizontales de azul añil en las paredes exteriores de las casas, y se me pusieron los pelos de punta, cuando quedé cegado por los arcos enramados y los exvotos de cera virgen en las puertas de las iglesias en pequeños pueblos, camino de Tomar, con las mujeres avanzando de rodillas en cumplimiento de promesas por tantos beneficios, como de Pasapasa hasta nuestro San Antonio del Monte, que no es otro que el Santo Antâo de Lisboa, más famoso, fuera de Portugal, como San Antonio de Padua.
En este marco en el que el misterio y el embrujo se confunden con la realidad, cuando los días se hacen cortos y el anochecer se adelanta, era muy normal que las brujas aparecieran en medio de luces misteriosas con voces que retumbaban en los barrancos, en medio de un silencio que atemorizaba no solo a los más crédulos, hasta que un buen día dejaron de salir cuando corrió la voz de que hombres fuertes como Arturo y Fidel, entre otros, dijeron que iban a ir a averiguar la existencia de ese fenómeno, según testimonio del tío Pedro, hace años fallecido. Las luces dejaron de verse y las brujas desaparecieron, pero se siguió hablando de ellas. Las pesadillas con las brujas que había tenido algunas veces se confundían con la realidad, bajando de El Colmenero o en la conversa de las cosas del más allá tan frecuente esos años. Más tarde en El Calvario, un poco más allá de la Cruz Pasión, en Santo Domingo, también salía una luz todas las noches y la bruja se veía y se escondía para volver a verse hasta que el yerno de José María Pedrianes, mi padrino, Eusebio Cejas que sería alcalde de Garafía, siguiera la misteriosa sombra y según dicen, revolver en mano, descubriera la ocurrencia del vecino Bernardo.
¡Cuánto tiempo tardé en descubrir que las brujas de Catela, que a veces aparecían por los Lomitos o las Charcas, frente a la montaña de El Colmenero, no eran de verdad! El misterio con que se hablaba de los temas y la creencia general de la época eran para mí un mundo real y mágico, donde lo uno no podía existir sin lo otro. Crecer en años significó descubrir que, detrás de aquellas brujas con sábanas blancas, que resaltaban al ser iluminadas por misteriosas luces en forma de “jachos” de tea encendidos, no había otra cosa que el tío Dámaso, el tío Juan Pérez y otros jóvenes dispuestos a asustar a la gente, especialmente a las mujeres que se habían retrasado en el regreso a sus casas en la costa, cuando el atardecer desaparecía y la noche oscura de entonces tendía el manto del misterio. En medio de esos silencios que se oyen, de pronto allí rompían las voces profundas de unas encantadas y mágicas palabras: “todas venimos y todas estamos, menos Claudina la de Los Llanos”, o el no menos amenazador: “ya venimos, ya nos vamos, hasta el viernes que volvamos”, que obligaban a aligerar el ya de por sí ligero paso de las caminantes. ¿Cómo explicar que las brujas no existían a María, Amparo o Delfina, sus hermanas o a su propia madre María “Casapa”?, cuyo apodo era una probable traducción garafiana del término gazapa, cuando después de amarrar las vacas y nada más salir del pajero, el ganado salía detrás. Ellas desconocían que la bruja era el tío Juan escondido en la “pesebrera” y que, en cuanto daban la vuelta, las soltaba. Con el miedo en el cuerpo volvían a amarrarlas y así varias veces hasta el momento en que el tío Juan suponía estaba el umbral entre el miedo y el pánico y dejaba de soltarlas.
Inolvidables embrujos de una tierra bendita que daba de todo, pues fuera de las huertas del trigo, la cebada o el centeno, se aprovechaban los ribanzos y otras zonas, donde había dificultades para que entrara el ganado a labrar, para los chicharos, las lentejas, los chochos y los garbanzos negros, a pesar de la protesta de la relva que era arrinconada año a año, frente a la atenta llamada del orégano cuyo olor, traspasaba las fronteras de Garafía. ¡Qué más se puede pedir a El Colmenero!
Catela estaba más arriba y su razón de ser estaba en el vino. Allí iba en menos ocasiones, prácticamente en las fechas que se requería el mimoso cuidado de las viñas, algunas margullidas, y una especial en los primeros días de octubre para el gran ritual de la vendimia. Un año soñando y un día increíble de deleite y gozo infantil por pisar la uva. Mi primo Geno y yo, disfrutábamos con el permiso de abuelo Antonio que murió en 1958, y del tío Antonio después. Allí quedaba el fruto de tanto trabajo, ahora en forma de mosto y luego en las pipas de tea, transformado en vino para, en su momento, regar el gañote, y hacer más ligero, en el monte y en la costa, el trozo de queso, el gofio amasado o los higos gomeros o blancos de Cueva de Agua, que ya secos valían en cualquier tiempo, a fin de que, llegada la hora de yantar, con la conversa, más que engullir, se pudieran degustar, que el condumio no es malo sino se cae en el “entullo”. Para ello no era bueno llegar con “jilorio”, por lo que lo sano era desayunar una buena escudilla de leche tempranamente ordeñada, con abundante gofio mezclado. Por las tardes si estabas de regreso o no habías salido al campo, en Cueva de Agua o en Santo Domingo después, el aroma de café de alguna casa hacía que el viandante entonara mejor el consabido “vecino” a lo que se respondía siempre con el “pase para acá”. No sé que es lo que hacía la tía Julia para que supiera mejor, bien es verdad que, más tarde, los hombres preferían una cerveza fresca de la cueva de Encarnación. Fela Julia era la mejor dibujante de la familia y signaba igual de bien que mi madre, para preparar los encargos a las bordadoras, que con su trabajo conseguían un complemento a la economía familiar, además de perpetuar un trabajo artesano con el famoso bordado palmero que se convirtió desde entonces en auténticas obras de arte en toda la isla.
De niño me encantaba escuchar las conversaciones de los mayores a pesar de las advertencias de mi padre que allí todos conocían como Perera, por su segundo apellido. Pocas cosas me alegraban más que oír a los adultos contar las gestas de Cayo de Hoya Grande, capaz de doblar una barra de hierro al separar una enorme piedra resquebrajada, previamente, por el fuego y el agua; de Olegario de la Piedra cuando de madrugada cortó el pino y lo arrastró solo antes de que llegaran los compañeros que se había entretenido tomando el aguardiente de la mañana que allí le dicen “tierra”. Cosas que había que hacer a escondidas y que de niño me costaba entender, porque pensaba que la ley era lo justo y que todo lo prohibido por los gobernantes era malo. En Santo Domingo el brazo fuerte de Fidel, el carpintero, con su hermano Arturo, muy amigo de mi padre, era el más destacado y nunca vi que nadie le ganara un pulso tan frecuente, entonces, entre los hombres, y que los niños podíamos ver un poco distanciados, si no con permiso sí con complacencia, pues los mayores sabían que nadie expandía mejor las noticias de la fortaleza de los ganadores que los muchachos. Los chicos nos quedamos orgullosos de ser garafianos cuando, en otra ocasión, vimos que Faustino, sin despeinarse, levantó con una mano un pesado armatoste de hierro que un forastero había suspendido apuradamente del suelo con las dos, haciendo alardes de ello, pues ninguno de los hombres allí presentes había podido levantarlo.
Arturo era un convencido republicano que, además de un hombre fuerte, jugaba bien al ajedrez. Él, Arbelo y mi padre eran los mejores jugadores de Garafía.
Niño disciplinado y obediente, aunque con una rebeldía interior desde que en 1957 tuve uso de razón, según establecía y establece el canon de la Iglesia, siempre, me arriesgaba al temido castigo paterno por oír estas conversaciones de mayores, pues la pena que mi madre pudiera imponer, casi no me importaba, ya que era más llevadera y se acababa con un llanto y quejido que yo exageraba. Las reprensiones de mi madre, aunque más frecuente, no me dolían tanto.
Un día junto a la era que está más abajo del aljibe y cerca de la casita de El Colmenero oí la frase: diga usted que no le toque. El hombre del campo es muy dado a hablar continuamente con refranes y a utilizar frases hechas que clava con gran precisión en cada comentario. Así llegó un punto de la conversa en la que se hablaba de un valentón que presumía de que él no le permitía a su mujer que llevara los calzones en su casa. Yo no entendía muy bien lo que se quería decir, pero memoricé la frase como tantas cosas cuyo significado vino después.
Además de los lugares de descanso en los caminos, buenos también para hacer algún trato o negocio, como La Degollada en la ruta Cueva de Agua El Colmenero o Llano Negro, Los Lomitos o Catela, estaban los bares como el bar de Pepa, “Tangarija” en Llano Negro, más allá de la casa, ahora, de las flores de Flora, y más acá de la venta de Podio, de la familia Pérez Pedrianes que también aportarían un campeón del automóvil en la gran figura de Medardo Pérez. La tienda y bar, dos cosas en una, era la primera parada, a partir de 1959, de la ruta entre el pueblo a la ciudad, es decir, entre “Santo Domingo y S/C de La Palma”. El bar de Pepa era como tantos otros comercios, además de bar, venta y lugar de negocios, lo mismo se vendía unas alpargatas o “pantufas”, que una bobina, alcohol, arguadiente o un “Don Pedro”, pues el coñac también venía bien con el frío. La guagua salía de aquel Santo Domingo con sus calles empedradas en medio del bullicio que comenzaba al amanecer, más acentuado en la plaza y en el bar de Leonardo, punto del arranque mañanero con la copita de tierra. Después de Llano Negro y de la Mata con parada corta venía otra más larga en el bar de “Reyes” en Roque El Faro y de ahí por el barranco de Franceses se perdía en horas y horas fuera de la “suiza palmera” cual diligencia que de todo llevaba, bien dentro, bien encima de la capota. Desde los primeros momentos, Aurelio Pérez, peón caminero, primo hermano de mi abuelo, de la familia de los “Santaneros”, al que mi hermano Celestino Celso hizo una oportuna y memorable entrevista, mimaba la carretara sin “piche”. Don Aurelio falleció reciente y trágicamente y todos debemos recordar que gracias a él era posible transitar por aquella pista de tierra y que la cuesta de Mocolón no hiciera que la guagua en lugar de avanzar, retrocediera. La guagua había llegado en piezas atravesando el profundo e impresionante barranco de Gallegos, por el cable de 600 metros y 300 de tara, vigilada desde lo alto por viñátigos, loros y acebiños, que huían de los pinos, buscando ayuda en el brezo y la faya; y fue montada en Santo Domingo, donde con anterioridad a la inauguración de la ruta exterior circulaban algunos vehículos como, hacia 1953, el camión de don Jaime Rodrigo Fita, antes de Leonardo y primero de Batista, o luego la “carraca” de Arturo, más conocido por la” tangita”, en el tramo de carretera, que llegaba primero a Llano Negro, luego a la Mata y más tarde a la Casa Forestal de Roque del Faro. Ver pasar el camión era todo un conocimiento para niños y mayores y, en algunos casos, si se estaba más distante, oír su pita, que, con maestría del conductor entonaba el “quinto levanta”, para conocimiento y alegría del vecindario. La pista tenía que ir pidiendo permiso para dar brincos y avanzar con extrema lentitud. Esta era la vía que, iniciada en época de Alfonso XIII, avanzaba más por centímetros que por metros, cuando los picos palas y barras cobraban algunas pesetas y las espuertas de tierra era movidas tanto por hombres como por mujeres, es decir, cuando la autoridad con paso lento decidía. El mecánico y conductor de la guagua durante muchos años fue Soto, un gran profesional, excelente conocedor de su oficio, el hombre que solo falló una vez, porque errar de humano es, cuando de vuelta de San Antonio un segundo domingo, ya entrado los sesenta, siguiendo la tradición, no pudo controlar la guagua en la curva pronunciada y ya cerca del pueblo se salió de la carretera y volcó con la suerte de que no hubiera muertos y con la consolación de mis hermanos Antonio Lorenzo y Celestino Celso, que venían en ella, por los caramelos de Indalecio esparcidos por el suelo, que se dedicaron a recoger, sin tener que pagar la perra chica o el real correspondiente, precio al que se vendían, según tamaño y calidad.
La Mata y los demás bares mencionados ya tenían mucha vida antes de los llamados vehículos de tracción mecánica llegaran y comenzaran a desplazar a las mulas y a los burros y variaran el destino de varas, quesos y otras mercancías que se olvidaron para siempre del puertito de Santo Domingo, punto de comunicación exterior con un mar enrabietado más de lo normal, donde las olas con demasiada frecuencia saltaban por el Roque de Santo Domingo y que había pagado su tributo de sangre en el comercio con Santa Cruz de La Palma y Las Palmas de Gran Canaria al tragarse el mar, el 13 de enero en 1951, la falúa “Quisisana”, muriendo su tripulación y los pasajeros, entre ellos el tío Bernabé, hecho ocurrido cuando aún no había cumplido el primer año, pero cuya narración recuerdo contar a mi madre más de una vez, historias con huella que hacían a los niños mayores antes de tiempo y que marcaban la frágil mente al hablar de estos temas como la impresionante “cherche” que siempre me interrogó por cuanto privaba para toda la eternidad del prometido paraíso a quien en ella fuera enterrado.
La Mata era un lugar fundamental de encuentro con Dalmacio atendiendo a todo el que se acercará por allí, y antes de hablar ya estaba sirviendo la copa de tierra que nunca era paladeada y que se tomaba de un sorbo, de un golpe, y “tras”, y luego otra y otras, “tras, tras”, según procediera. No estaba bien visto que las mujeres estuvieran presentes, salvo supuestos justificados, y en caso de estar no se veía bien que tomaran alcohol y lo mismo sucedía con los niños, por lo que estos relatos los conocíamos por los cuentos que hacían nuestros familiares y vecinos cuando disimuladamente los escuchábamos.
Normalmente con frío casi todo el año, salvo el verano, y con llovizna o bruma o las dos cosas, cuando no llovía fuerte, aquel idílico lugar de los grandes pinos y los múltiples árboles frutales, cuando el tagasaste les daba permiso, se quedaba extasiados al oír las décimas de Severo o repicaba el punto cubano que de barranco en barranco se extendía desde Tijarafe hasta Barlovento.
Mi tía Pilar la única superviviente de los seis hijos de mis abuelos maternos me ha contado que la matrícula de la venta de La Mata fue vendida por mi abuelo Antonio al cerrar la tienda de Cueva de Agua, pues en ese tiempo no se daban nuevas licencias.
¿Cuántas historias encierran aquellas paredes de piedra y aquel techo de tea de la venta y bar de Dalmacio? Allí se contaban, también las gestas de los hombres fuertes del lugar sin olvidar a Alejo de Hoya Grande o las bromas respecto a la capacidad de carga de Jacinto de Lucas como “la mejor bestia de Garafía”.
La Mata fue testigo y debe dar fe de múltiples negocios y acuerdos en los intercambios de ganado, de cualquier animal e incluso de terrenitos que se pactaban con el apretón de manos, aunque a veces se reflejara en una escritura privada para lo que había siempre un hombre bueno disponible. De repente aparecía Ciriaco o Enrique Pombrol, e incluso Amado y Facundo Viña, conocidos marchantes y buscaban a la persona apropiada para el intercambio de animales o cualquier otro trapiche que diera negocio. A veces compraban un animal que, excepcionalmente, se mataba, por tener algún defecto. La carne de vaca era un lujo y se vendía en estas ocasiones. Siempre había en los presentes dos o más que hacían apuestas de cuanto pesaría en canal con precisión de kilos, hablando de trescientos, cuatrocientos o quinientos. Me costó entender los aciertos, dado mi infantil “totiso”, pues yo pensé que solo se podía calcular acertadamente si se tenía estudios, y aquella gente no era titulada. Amado estaba en todas partes y aún recuerdo su arte para coger, mediante un gran lazo, la yegua rebelde que tenía mi abuelo hacia 1956, escapada, una vez más, corriendo como una loca a lo largo del natero que compraría, más tarde, mi tío Gregorio, frente a la ermita de Cueva de Agua, hasta llegar a casa de Pascuala, la mejor vecina de mi abuela. Aquella yegua tunante, de la que se decía que llevaba sangre moruna, tuvo en Amado el buen domador hasta que otras manos, en hábil negocio del marchante, se hicieran cargo de la que, sin duda alguna, el día del tracto, estaría bien tranquila. Allí como en otros muchos sitios se jugaba a las cartas, lo que no estaba mal visto, y en ocasiones se apostaba dinero, lo que estaba prohibido, pero ya se sabe que ni el oficio más viejo del mundo ni el juego con apuesta ha desaparecido por duro que sea el régimen político establecido.
Se dice que Carmen Castillo, “la Sorda”, que vivía en Catela, era una mujer de mando en plaza, de mucho genio y pronto enfado y que un día Segundo, entrando al bar de La Mata, empurrando un poco la puerta, con Dalmacio al fondo del mostrador, oyó decir a alguien que hablaba de su esposa que él quería tener una mujer como la de Segundo, que la pondría en regla en dos días y que si él tuviera una mujer rebelde la sabría poner en su sitio. El valentón que no había visto la llegada silenciosa de Segundo, quedó un poco sorprendido y pudo oír con claridad lo que con contundencia Segundo manifestó: diga usted que no le toque.
Mis padres residían en Santo Domingo, en la calle Pérez Brito, nombre puesto en recuerdo del gran garafiano y prócer palmero, y el resto de la familia en Cueva de Agua. Los primeros recuerdos arrancan a los tres años, en 1953, y nacen marcados por la protesta cuando me obligaban a caminar, y mi hermana Ángela Carmen, dos años menor que yo, iba en los brazos de mi tío o, en los trayectos más largo, sobre una mula. A mi padre tengo que agradecer su empeño en que fuera monaguillo y cuando aún no había cumplido los cinco años ya estaba aprendiendo la misa en latín, con el párroco don Leandro López Conde, lo que supuso un estímulo para mi memoria, facultad que me ha sido muy útil em los estudios realizados. Tardé años en entender aquella sonora lengua que unas veces recitaba y otras, como si estuviera en el coro, entoné, tratando de imitar a Leopoldo, el sochantre. Al mismo tiempo mi madre me enseñó a leer y a escribir, de modo que cuando a los seis años comencé la escuela, con doña Maruca Brito Guadarrama, la madre de Sergito, mi padrino de confirmación, asistía a clase con esa seguridad que da saber las cosas antes. En la plaza de Baltasar Martín, dedicada al gran adalid de La Palma, en Santo Domingo, jugaba al hilo, la piola o el escondite y, a veces, en la calle Calvo Sotelo, ahora Juan Régulo Pérez, nombre del insigne profesor que no se olvidó de su pueblo. Aún recuerdo los paseos y sus explicaciones, siendo yo un muchacho al que amablemente atendía, a lo largo de la “avenida” Díaz y Suárez. En la plaza y en las calles también los chicos nos divertíamos con los boliches, la pelota o el trompo, cada vez que se podía, generalmente por la tarde, pero nunca después del toque de oración dado por las campanas de la iglesia, Nuestra Señora de La Luz, con dos naves, desde el siglo XVII, donde se venera la patrona de la Villa, con celebres fiestas que llegaron a contar con orquestas, como la afamada “Casablanca”, desplazada desde Tenerife por barco hasta el fondeadero o puertito de Santo Domingo, y con uno de los más antiguos y celebre “Auto de los Reyes Magos”, que cada año, en enero, atraía, incluso, a la gentes de otros pueblos.
El trato menos exigente que las abuelas dan a sus nietos frente al de las madres, también se cumplía en mi caso, y eso hacía que me encantara, con cierta frecuencia, escapar a Cueva de Agua, siempre con el permiso de mis padres. Recuerdo ir muchas veces, caminando, y cruzar el barranco de Fernando Oporto, pues en Garafía, la tierra más quebrada del mundo, según el obispo don Diego de Muros, pronto se pasa de los tablados a los barrancos y de los barrancos a los lomos.
Al fijarme en los años de la más temprana infancia he señalado el límite temporal de 1959, cuando ya llegaba a su término la enseñanza primaria para preparar el ingreso con Manolo Paz y estudiar luego el bachillerato. Ese fue el año, también, en que el torero José Mata se iniciaba en los ruedos peninsulares, un 8 de junio en Arévalo. Garafía da de todo, según expresión popular. Sin embargo, el acontecimiento más relevante por estos tiempos ocurrió el 29 de noviembre de 1959, cuando se inauguró la carretera que, por primera vez, comunicaba Garafía con el exterior. Hechas estas referencias, solo como marco temporal, de una Garafía en su momento más espléndido, que iniciará su decadencia, poco después de llegar la carretera, magistralmente retratada en el libro “La Isla Amputada” de mi hermano Gonzalo, trataré de dar razones del título: “Diga usted que no le toque”, en el también marco espacial reducido al que se añadía El Colmenero, tratando de ordenar el “rebujón” de ideas que me vienen a la cabeza. Hechos y anécdotas de un pueblo pujante, donde el continuo trasiego de personas se acompañaba en los caminos con las mulas y otros animales de carga que no tenían problemas de herradura siempre que estuviera cerca Luciano en Santo Domingo y donde podía aparecer Angelino descalzo y con montera, dejando impresionado a un niño como yo, cuando le vi a la salida de El Tocadero, por cargar a la cabeza, que era, entonces cosa de mujeres. Aquel noble hombre alto y enjuto fue el primero que llevó una maestra al Mudo, cosa que supe después. La Villa de Garafía, a pesar de no contar con una carretera ni hacia Los Llanos de Aridane ni hacia S/C de La Palma, estaba comunicada con el exterior y participaba de los acontecimientos comunes a los demás pueblos y a la isla entera como fue la peregrinación de La Virgen de Fátima en junio de 1954, que recorrió toda la isla. La Virgen trasladada a hombros por el camino real, procedente de Barlovento, entró en Garafía por Franceses, siendo acompañada por las enormes hileras de niños y mayores, de modo que cuando ya la divisábamos al aproximarse a Santo Domingo, al final del barranco de La Luz, todavía se veían las últimas personas provenientes de El Palmar, pasando por Salvatierra y entrando al barranco. Aquella multitud indudablemente parecía ser mayor por la quebrada disposición de la misma a lo largo del camino real del barranco. Mi caminata con cuatro años tuvo un descanso en El Calvario y me parece estar viendo la peana o tarima que se hizo allí, cubierta por un manto, y adornada por caracoles y dalias, entre otras muchas flores. La gran procesión continuó con rezos y cantos hasta Cueva de Agua y siguió hasta las Tricias. Mis tíos me recordaban estos hechos que rompían la a veces monótona vida del campo. De las Tricias se volvieron, mientras la Virgen seguía, camino de Puntagorda, fijando en su mente, también, los alegres bailes folclóricos de la entusiasta Inés Mata.
Retengo en la memoria múltiples personajes y algunos se hacen presentes, con frecuencia, como el apreciado don Octavio Rodríguez, que era casi más médico que practicante, con residencia en Llano Negro, lo que hoy resulta sorprendente, si se tiene en cuenta que existía un médico en Santo Domingo. Un ayuntamiento fuerte con el significativo ingreso de los “quintos” que todavía se cobraba a los campesinos, era la expresión de una actividad económica y social muy variada, como podía ser, entre otras muchas, la venta ambulante de mano de Benito de Tijarafe o Floro de La Mata que con sus fardos de ropa recorrían todos los barrios. Los más viejos del lugar todavía recuerdan aquella voz de Floro con la frase “algo en tejido” para llamar la atención del posible comprador. Ahora toca volver a la famosa frase de Segundo de Catela.
El Sitio de El Colmenero, al lado norte de la montaña del mismo nombre, en Garafía, forma un pequeño valle de encanto con una casita que ya existía en la época de mi bisabuelo, Francisco Rodríguez Medina, más conocido por Pancho Lidia, allá por los años setenta del siglo XIX, en los que prácticamente ninguna familia era mencionada por sus nombres o apellidos, sino por los nombretes o apodos que formaban parte del lenguaje diario, salvo, en algunos casos, la deferencia presencial cuando eran más ofensivos.
La casita de dos habitaciones, en la que llegué a quedarme de noche tres veces, tenía su aljibe hecha por él, un hombre que según me cuentan estaba siempre trabajando, haciendo paredes, sorribando o cavando, es decir, lidiando, de ahí el “Lidia” que hacía de apellido. En el exterior vigilantes siempre el limonero y, en dirección a la era, el nisperero de frutos grandes, molestos con el tiempo, ya que, con tanta bruma, la escarcha no les dejaba tranquilo. Un poco más arriba estaba la casa de la tía Andrea y al final del terrenito, hacia el norte, la casa de Adoración, vecina y parienta nuestra, la única que vivía fija todo el año en el bello entorno.
En aquellos años cincuenta del pasado siglo, cuando Garafía alcanzó su máximo de población en sus quinientos años de Historia, superando los cinco mil habitantes, había un trasiego de personas y bestias por todos los caminos que bien trillados desconocían las hierbas y ramajos en el suelo, fueran caminos reales, veredas, atajos, serventías o andenes, aunque siempre estaban al acecho las retamas y el oloroso escobón, y las vinagreras, más en la costa, y las tederas y las pegajosas jaras y altabacas, buenas para barrer tunos, cuando no el brezo o la faya si se iba subiendo al monte, donde se podía divisar el amarillo luminoso de los codesos. Fascinante variedad de plantas y arbustos que subían lentos desde el mar en El Callejoncito hasta encontrar más arriba los árboles frutales y los pinos más atrevidos y solitarios que se adelantaban a sus compañeros del bosque, en una simbiosis que alcanzaba la hermandad en muchos casos como las tederas y tuneras que hacían decir al pregonero: “el que quiera tederas que siembre tuneras”, no siempre valoradas, de ahí la connotación de penca, tan despectivamente usada.
En las caminatas solía masticar “linojo”, planta que dejaba buen sabor en la boca, de la familia de las umbelíferas, que fuera de aquellos lares se conoce por hinojo. Subí desde Cueva de Agua muchas veces, acompañado por mi abuela Angelina y mi tío, o solo con mi tío Antonio para ayudarle en sus tareas, y en ocasiones poco más que acompañarle, pues al monte se iba todos los días, ya que complementaba la economía de subsistencia de la costa propia de la época.
Normalmente salíamos temprano desde la casa de Cueva de Agua que mi abuelo Antonio Sánchez Pérez había construido en 1924 con el dinero traído de Cuba y que hoy es propiedad de mi hermana Elena Síntica. Aquella Cueva de Agua también quería tener su ermita con la colaboración de hombres, mujeres y niños, hecha bloque a bloque a pesar de dos temporales que tumbaron las paredes construidas, casi a la altura del techo, uno de ellos al finalizar el invierno en 1957. Allí están mis granos de arena, pues siendo un niño de seis años, Basilisa, mujer entusiasta y dinamizadora, de las personas que se lleva bien con casi todo el mundo, me coció un talegito pequeño para que pudiera yo llevar también al hombro mi parte correspondiente de “prestación”. Cueva de Agua contaba ya con una pequeña capilla en Los Hondos, lugar de descanso de la Virgen de Fátima en su famosa procesión, hecha en aquel sitio por estar a la entrada del barranco de “El Atajo”, al pie del camino real y poco más arriba de la famosa “Cueva de Agua” que llegué a ver con el manantial original. La gente la conocía como la ermita de “Fátima”, aunque es más bien una pequeña capilla u oratorio, con una plaza delante.
Costaba subir hasta “El Colmenero”, pues nada más que salir comenzaba la pendiente, dejando atrás las casas de Luis Galán, tío Dámaso, Acisclo, Bernabé “Cominito”, Melchor, Juan Pérez, tío de mi abuelo Antonio, que, con sus décimas dictadas a su mujer, por no saber escribir, no dejaba títere con cabeza, y Fermina la madre de Quiteria, hoy famosa por los rosquetes con reconocimiento general. Por el lado izquierdo había menos casas, pero una muy singular, la casa de Panchita, hoy tan conocida. También Quiteria es muy apreciada porque ha conservado la tradición de hacer dulces que existía en muchas casas que tenían su propio horno. Me parece ver bailar, todavía, alrededor de los rosquetes, a los marquesotes, merengues y mantecados, y los ricos almendrados que de las milanas pasaban a las latas para su buena conserva. Aquellos sabrosos dulces, que las madres solían colocar en sitios altos de la lacena para que sus hijos no los alcanzaran con demasiada facilidad, y acabaran con ellos en un solo día, no eran muy variados, pero a los niños nos parecían tantos que no entendíamos que hubiera otros diferentes, salvo la rapadura, que también aparecía, aunque menos, por aquellos lares.
El camino se hacía cada vez más pendiente hasta llegar a la Faya Machorra lo que daba cierto respiro en la subida más suave en dirección a la Degollada para un primer y obligado descanso, ya que era más o menos la mitad del camino y tenía la ventaja de formar un lomo de piedras que lo dividía en dos partes y que permitía la fácil descarga de los sacos que se llevaban al hombro o las “serecas” de las mujeres que portaban a la cabeza con una rodilla o suegra para dar un mejor equilibrio y una mayor protección. Las bestias entendían perfectamente la voz de su amo y esperaban con paciencia el reinicio del camino. Un poco más arriba se dejaba la Calzadilla a la izquierda y se seguía en dirección a Los Lomitos, pero cogiendo el desvío a la altura del lomo de Vicente de las “Cumplidas” con su casa, aislada y llamativa, donde se manifestaba la clara alegría, porque el final estaba cerca y “El Colmenero” a la vista.
Allí almendreros, perales y “cirueleros” cambiaban de traje, unos cuando enero llegaba a su fin, otros en el corto febrero y así al romper la primavera se organizaba un festival de flores donde no faltaban los manzaneros, que meses después ofrecerían las olorosas manzanas, en un marco exuberante, más verde aún si en abril caía un poco de lluvia, pues siguiendo el dicho: “aguas mil”, mientras los castañeros aguardaban su turno para rendir culto a la naturaleza en el día de Todos Los Santos. Los tunos muy sabrosos se organizaban durante seis meses, pero algunos, como los últimos de Filipinas querían llegar hasta esa fecha en que el año viejo da paso al nuevo. Eran los “tunos tardíos”, amarillos o blancos, que ya les costaba competir con los tunos “mahón” de Juan Adalid o del Mudo.
Las engalanadas ciruelas de las flores de febrero salían de fiesta al llegar el verano transformadas en fruta y se llevaban el premio de la variedad, porque cuando no aparecían las pequeñitas japonesas con vestido más amarillo o blanco, que siendo menos buenas ganaban a las rojas más ruinejas, al ser más acidas y que por ello eran castigadas a ser secadas y acabar en el goro, donde el cochino se engordaba para luego de la matazón llenar la tina de madera y alimentar a la familia casi todo el año. También se presentaban las agustinas blancas, ganando la partida a las agustinas más verdosas y tardías. Las mulatas del barranco donde dicen Dornajito, que maduraban más temprano, por la época de las guindas, cuando ya San Antonio, siempre acompañado por Julián, quería ser todavía más venerado en su fiesta cada 13 de junio, llegaban en su cesto de mimbre o de caña o de caña y mimbre, rodeadas de helechos para no ser molestadas y disfrutar de su protección. Allí le esperaban siempre la blanca redonda criolla y la blanca redonda forastera que, olvidando su procedencia, venía hermanada como si fuera una garafiana más de toda la vida: y allí estaban, también, las claudias ovaladas, de color morado, confundiéndose en nombres con agustinas bien fueran huevo chivato, huevo burro o huevo toro. El festival de las flores había dado paso al festín de las frutas.
También había en aquel frondoso valle, alguna brevera e higueras que ofrecían su rica fruta cuando se acercaba el verano; primero, aparecían los allí llamados higos locos, más conocidos en otras zonas por higos tempranos que avisaban para la pronta recogida. No había dudas sobre el momento oportuno en que los higos no deberían seguir en la higuera, porque era más seguro llenar los cestos artesanos, obra del tío Antonio, el gran apicultor de la zona, además de destacado artesano, pues las grandes degustadoras con su revuelo y graznido marcaban el momento oportuno. Era imprescindible dar algo de la cosecha a tan avezadas colaboradoras, que, vestidas de negro, las muy coquetas, se pintaban el pico y las patas de rojo y algunas para destacar más, impresionaban con un arreglo que daba un reflejo suavemente azul, allí les llaman grajas. Ellas avisaban siempre, en el monte, más con el higo blanco, en la costa, con el gomero, el blanco, y el negro, casi desconocido en otros sitios.
Se trabajaba duro, en invierno por unas razones, y en verano cuando había que cegar y trillar en la era el trigo, la cebada o el centeno, por otras. Adoración cultivaba algunas tierras a medias con mi abuela Angelina y la cosecha se repartía a partes iguales, cosa casi imposible en aquella época con sus generosas mentes y ello era así, porque con la cosecha, después de llenar los sacos con el cereal correspondiente y algunos talegos de muselina, siempre surgía el número impar en forma de balayo que cada una quería recogiera la otra. Aún me emociona ver a mi abuela caminando a lo largo del natero en dirección a la casa de Adoración para ver luego a Adoración, portando en la cabeza aquella cesta de boca ancha sin asas en dirección contraria. El último balayo o, en otros casos, el almud, la cuartilla o el medio almud nunca se repartían. Tengo buena memoria, pero no recuerdo quien de la dos ganaba aquella partida, que fue toda una lección para los niños que allí observábamos. Deduzco por la magistral clase dada, que unas veces el grano se quedaría allá y otras acá.
El invierno con su lluvia o llovizna, con su bruma o neblina daban al lugar una sensación de misterio, con el frío entrando por las rendijas de puertas y ventanas o con el viento enfadado metiéndose por el techo entre teja y teja, y todos con un tremendo pelete. Cuando años más tarde me trasladé a Lisboa, en 1994, por razones profesionales pude experimentar de nuevo la sensación de embrujo romántico al subir a Sintra, en medio de una vegetación exuberante, por una carretera de curvas que apenas permitía distinguir la ruta por la intensa neblina. En aquella señorial Lisboa y en los pueblos del país lusitano pude comprobar todo lo portugueses que éramos los garafianos, con las franjas horizontales de azul añil en las paredes exteriores de las casas, y se me pusieron los pelos de punta, cuando quedé cegado por los arcos enramados y los exvotos de cera virgen en las puertas de las iglesias en pequeños pueblos, camino de Tomar, con las mujeres avanzando de rodillas en cumplimiento de promesas por tantos beneficios, como de Pasapasa hasta nuestro San Antonio del Monte, que no es otro que el Santo Antâo de Lisboa, más famoso, fuera de Portugal, como San Antonio de Padua.
En este marco en el que el misterio y el embrujo se confunden con la realidad, cuando los días se hacen cortos y el anochecer se adelanta, era muy normal que las brujas aparecieran en medio de luces misteriosas con voces que retumbaban en los barrancos, en medio de un silencio que atemorizaba no solo a los más crédulos, hasta que un buen día dejaron de salir cuando corrió la voz de que hombres fuertes como Arturo y Fidel, entre otros, dijeron que iban a ir a averiguar la existencia de ese fenómeno, según testimonio del tío Pedro, hace años fallecido. Las luces dejaron de verse y las brujas desaparecieron, pero se siguió hablando de ellas. Las pesadillas con las brujas que había tenido algunas veces se confundían con la realidad, bajando de El Colmenero o en la conversa de las cosas del más allá tan frecuente esos años. Más tarde en El Calvario, un poco más allá de la Cruz Pasión, en Santo Domingo, también salía una luz todas las noches y la bruja se veía y se escondía para volver a verse hasta que el yerno de José María Pedrianes, mi padrino, Eusebio Cejas que sería alcalde de Garafía, siguiera la misteriosa sombra y según dicen, revolver en mano, descubriera la ocurrencia del vecino Bernardo.
¡Cuánto tiempo tardé en descubrir que las brujas de Catela, que a veces aparecían por los Lomitos o las Charcas, frente a la montaña de El Colmenero, no eran de verdad! El misterio con que se hablaba de los temas y la creencia general de la época eran para mí un mundo real y mágico, donde lo uno no podía existir sin lo otro. Crecer en años significó descubrir que, detrás de aquellas brujas con sábanas blancas, que resaltaban al ser iluminadas por misteriosas luces en forma de “jachos” de tea encendidos, no había otra cosa que el tío Dámaso, el tío Juan Pérez y otros jóvenes dispuestos a asustar a la gente, especialmente a las mujeres que se habían retrasado en el regreso a sus casas en la costa, cuando el atardecer desaparecía y la noche oscura de entonces tendía el manto del misterio. En medio de esos silencios que se oyen, de pronto allí rompían las voces profundas de unas encantadas y mágicas palabras: “todas venimos y todas estamos, menos Claudina la de Los Llanos”, o el no menos amenazador: “ya venimos, ya nos vamos, hasta el viernes que volvamos”, que obligaban a aligerar el ya de por sí ligero paso de las caminantes. ¿Cómo explicar que las brujas no existían a María, Amparo o Delfina, sus hermanas o a su propia madre María “Casapa”?, cuyo apodo era una probable traducción garafiana del término gazapa, cuando después de amarrar las vacas y nada más salir del pajero, el ganado salía detrás. Ellas desconocían que la bruja era el tío Juan escondido en la “pesebrera” y que, en cuanto daban la vuelta, las soltaba. Con el miedo en el cuerpo volvían a amarrarlas y así varias veces hasta el momento en que el tío Juan suponía estaba el umbral entre el miedo y el pánico y dejaba de soltarlas.
Inolvidables embrujos de una tierra bendita que daba de todo, pues fuera de las huertas del trigo, la cebada o el centeno, se aprovechaban los ribanzos y otras zonas, donde había dificultades para que entrara el ganado a labrar, para los chicharos, las lentejas, los chochos y los garbanzos negros, a pesar de la protesta de la relva que era arrinconada año a año, frente a la atenta llamada del orégano cuyo olor, traspasaba las fronteras de Garafía. ¡Qué más se puede pedir a El Colmenero!
Catela estaba más arriba y su razón de ser estaba en el vino. Allí iba en menos ocasiones, prácticamente en las fechas que se requería el mimoso cuidado de las viñas, algunas margullidas, y una especial en los primeros días de octubre para el gran ritual de la vendimia. Un año soñando y un día increíble de deleite y gozo infantil por pisar la uva. Mi primo Geno y yo, disfrutábamos con el permiso de abuelo Antonio que murió en 1958, y del tío Antonio después. Allí quedaba el fruto de tanto trabajo, ahora en forma de mosto y luego en las pipas de tea, transformado en vino para, en su momento, regar el gañote, y hacer más ligero, en el monte y en la costa, el trozo de queso, el gofio amasado o los higos gomeros o blancos de Cueva de Agua, que ya secos valían en cualquier tiempo, a fin de que, llegada la hora de yantar, con la conversa, más que engullir, se pudieran degustar, que el condumio no es malo sino se cae en el “entullo”. Para ello no era bueno llegar con “jilorio”, por lo que lo sano era desayunar una buena escudilla de leche tempranamente ordeñada, con abundante gofio mezclado. Por las tardes si estabas de regreso o no habías salido al campo, en Cueva de Agua o en Santo Domingo después, el aroma de café de alguna casa hacía que el viandante entonara mejor el consabido “vecino” a lo que se respondía siempre con el “pase para acá”. No sé que es lo que hacía la tía Julia para que supiera mejor, bien es verdad que, más tarde, los hombres preferían una cerveza fresca de la cueva de Encarnación. Fela Julia era la mejor dibujante de la familia y signaba igual de bien que mi madre, para preparar los encargos a las bordadoras, que con su trabajo conseguían un complemento a la economía familiar, además de perpetuar un trabajo artesano con el famoso bordado palmero que se convirtió desde entonces en auténticas obras de arte en toda la isla.
De niño me encantaba escuchar las conversaciones de los mayores a pesar de las advertencias de mi padre que allí todos conocían como Perera, por su segundo apellido. Pocas cosas me alegraban más que oír a los adultos contar las gestas de Cayo de Hoya Grande, capaz de doblar una barra de hierro al separar una enorme piedra resquebrajada, previamente, por el fuego y el agua; de Olegario de la Piedra cuando de madrugada cortó el pino y lo arrastró solo antes de que llegaran los compañeros que se había entretenido tomando el aguardiente de la mañana que allí le dicen “tierra”. Cosas que había que hacer a escondidas y que de niño me costaba entender, porque pensaba que la ley era lo justo y que todo lo prohibido por los gobernantes era malo. En Santo Domingo el brazo fuerte de Fidel, el carpintero, con su hermano Arturo, muy amigo de mi padre, era el más destacado y nunca vi que nadie le ganara un pulso tan frecuente, entonces, entre los hombres, y que los niños podíamos ver un poco distanciados, si no con permiso sí con complacencia, pues los mayores sabían que nadie expandía mejor las noticias de la fortaleza de los ganadores que los muchachos. Los chicos nos quedamos orgullosos de ser garafianos cuando, en otra ocasión, vimos que Faustino, sin despeinarse, levantó con una mano un pesado armatoste de hierro que un forastero había suspendido apuradamente del suelo con las dos, haciendo alardes de ello, pues ninguno de los hombres allí presentes había podido levantarlo.
Arturo era un convencido republicano que, además de un hombre fuerte, jugaba bien al ajedrez. Él, Arbelo y mi padre eran los mejores jugadores de Garafía.
Niño disciplinado y obediente, aunque con una rebeldía interior desde que en 1957 tuve uso de razón, según establecía y establece el canon de la Iglesia, siempre, me arriesgaba al temido castigo paterno por oír estas conversaciones de mayores, pues la pena que mi madre pudiera imponer, casi no me importaba, ya que era más llevadera y se acababa con un llanto y quejido que yo exageraba. Las reprensiones de mi madre, aunque más frecuente, no me dolían tanto.
Un día junto a la era que está más abajo del aljibe y cerca de la casita de El Colmenero oí la frase: diga usted que no le toque. El hombre del campo es muy dado a hablar continuamente con refranes y a utilizar frases hechas que clava con gran precisión en cada comentario. Así llegó un punto de la conversa en la que se hablaba de un valentón que presumía de que él no le permitía a su mujer que llevara los calzones en su casa. Yo no entendía muy bien lo que se quería decir, pero memoricé la frase como tantas cosas cuyo significado vino después.
Además de los lugares de descanso en los caminos, buenos también para hacer algún trato o negocio, como La Degollada en la ruta Cueva de Agua El Colmenero o Llano Negro, Los Lomitos o Catela, estaban los bares como el bar de Pepa, “Tangarija” en Llano Negro, más allá de la casa, ahora, de las flores de Flora, y más acá de la venta de Podio, de la familia Pérez Pedrianes que también aportarían un campeón del automóvil en la gran figura de Medardo Pérez. La tienda y bar, dos cosas en una, era la primera parada, a partir de 1959, de la ruta entre el pueblo a la ciudad, es decir, entre “Santo Domingo y S/C de La Palma”. El bar de Pepa era como tantos otros comercios, además de bar, venta y lugar de negocios, lo mismo se vendía unas alpargatas o “pantufas”, que una bobina, alcohol, arguadiente o un “Don Pedro”, pues el coñac también venía bien con el frío. La guagua salía de aquel Santo Domingo con sus calles empedradas en medio del bullicio que comenzaba al amanecer, más acentuado en la plaza y en el bar de Leonardo, punto del arranque mañanero con la copita de tierra. Después de Llano Negro y de la Mata con parada corta venía otra más larga en el bar de “Reyes” en Roque El Faro y de ahí por el barranco de Franceses se perdía en horas y horas fuera de la “suiza palmera” cual diligencia que de todo llevaba, bien dentro, bien encima de la capota. Desde los primeros momentos, Aurelio Pérez, peón caminero, primo hermano de mi abuelo, de la familia de los “Santaneros”, al que mi hermano Celestino Celso hizo una oportuna y memorable entrevista, mimaba la carretara sin “piche”. Don Aurelio falleció reciente y trágicamente y todos debemos recordar que gracias a él era posible transitar por aquella pista de tierra y que la cuesta de Mocolón no hiciera que la guagua en lugar de avanzar, retrocediera. La guagua había llegado en piezas atravesando el profundo e impresionante barranco de Gallegos, por el cable de 600 metros y 300 de tara, vigilada desde lo alto por viñátigos, loros y acebiños, que huían de los pinos, buscando ayuda en el brezo y la faya; y fue montada en Santo Domingo, donde con anterioridad a la inauguración de la ruta exterior circulaban algunos vehículos como, hacia 1953, el camión de don Jaime Rodrigo Fita, antes de Leonardo y primero de Batista, o luego la “carraca” de Arturo, más conocido por la” tangita”, en el tramo de carretera, que llegaba primero a Llano Negro, luego a la Mata y más tarde a la Casa Forestal de Roque del Faro. Ver pasar el camión era todo un conocimiento para niños y mayores y, en algunos casos, si se estaba más distante, oír su pita, que, con maestría del conductor entonaba el “quinto levanta”, para conocimiento y alegría del vecindario. La pista tenía que ir pidiendo permiso para dar brincos y avanzar con extrema lentitud. Esta era la vía que, iniciada en época de Alfonso XIII, avanzaba más por centímetros que por metros, cuando los picos palas y barras cobraban algunas pesetas y las espuertas de tierra era movidas tanto por hombres como por mujeres, es decir, cuando la autoridad con paso lento decidía. El mecánico y conductor de la guagua durante muchos años fue Soto, un gran profesional, excelente conocedor de su oficio, el hombre que solo falló una vez, porque errar de humano es, cuando de vuelta de San Antonio un segundo domingo, ya entrado los sesenta, siguiendo la tradición, no pudo controlar la guagua en la curva pronunciada y ya cerca del pueblo se salió de la carretera y volcó con la suerte de que no hubiera muertos y con la consolación de mis hermanos Antonio Lorenzo y Celestino Celso, que venían en ella, por los caramelos de Indalecio esparcidos por el suelo, que se dedicaron a recoger, sin tener que pagar la perra chica o el real correspondiente, precio al que se vendían, según tamaño y calidad.
La Mata y los demás bares mencionados ya tenían mucha vida antes de los llamados vehículos de tracción mecánica llegaran y comenzaran a desplazar a las mulas y a los burros y variaran el destino de varas, quesos y otras mercancías que se olvidaron para siempre del puertito de Santo Domingo, punto de comunicación exterior con un mar enrabietado más de lo normal, donde las olas con demasiada frecuencia saltaban por el Roque de Santo Domingo y que había pagado su tributo de sangre en el comercio con Santa Cruz de La Palma y Las Palmas de Gran Canaria al tragarse el mar, el 13 de enero en 1951, la falúa “Quisisana”, muriendo su tripulación y los pasajeros, entre ellos el tío Bernabé, hecho ocurrido cuando aún no había cumplido el primer año, pero cuya narración recuerdo contar a mi madre más de una vez, historias con huella que hacían a los niños mayores antes de tiempo y que marcaban la frágil mente al hablar de estos temas como la impresionante “cherche” que siempre me interrogó por cuanto privaba para toda la eternidad del prometido paraíso a quien en ella fuera enterrado.
La Mata era un lugar fundamental de encuentro con Dalmacio atendiendo a todo el que se acercará por allí, y antes de hablar ya estaba sirviendo la copa de tierra que nunca era paladeada y que se tomaba de un sorbo, de un golpe, y “tras”, y luego otra y otras, “tras, tras”, según procediera. No estaba bien visto que las mujeres estuvieran presentes, salvo supuestos justificados, y en caso de estar no se veía bien que tomaran alcohol y lo mismo sucedía con los niños, por lo que estos relatos los conocíamos por los cuentos que hacían nuestros familiares y vecinos cuando disimuladamente los escuchábamos.
Normalmente con frío casi todo el año, salvo el verano, y con llovizna o bruma o las dos cosas, cuando no llovía fuerte, aquel idílico lugar de los grandes pinos y los múltiples árboles frutales, cuando el tagasaste les daba permiso, se quedaba extasiados al oír las décimas de Severo o repicaba el punto cubano que de barranco en barranco se extendía desde Tijarafe hasta Barlovento.
Mi tía Pilar la única superviviente de los seis hijos de mis abuelos maternos me ha contado que la matrícula de la venta de La Mata fue vendida por mi abuelo Antonio al cerrar la tienda de Cueva de Agua, pues en ese tiempo no se daban nuevas licencias.
¿Cuántas historias encierran aquellas paredes de piedra y aquel techo de tea de la venta y bar de Dalmacio? Allí se contaban, también las gestas de los hombres fuertes del lugar sin olvidar a Alejo de Hoya Grande o las bromas respecto a la capacidad de carga de Jacinto de Lucas como “la mejor bestia de Garafía”.
La Mata fue testigo y debe dar fe de múltiples negocios y acuerdos en los intercambios de ganado, de cualquier animal e incluso de terrenitos que se pactaban con el apretón de manos, aunque a veces se reflejara en una escritura privada para lo que había siempre un hombre bueno disponible. De repente aparecía Ciriaco o Enrique Pombrol, e incluso Amado y Facundo Viña, conocidos marchantes y buscaban a la persona apropiada para el intercambio de animales o cualquier otro trapiche que diera negocio. A veces compraban un animal que, excepcionalmente, se mataba, por tener algún defecto. La carne de vaca era un lujo y se vendía en estas ocasiones. Siempre había en los presentes dos o más que hacían apuestas de cuanto pesaría en canal con precisión de kilos, hablando de trescientos, cuatrocientos o quinientos. Me costó entender los aciertos, dado mi infantil “totiso”, pues yo pensé que solo se podía calcular acertadamente si se tenía estudios, y aquella gente no era titulada. Amado estaba en todas partes y aún recuerdo su arte para coger, mediante un gran lazo, la yegua rebelde que tenía mi abuelo hacia 1956, escapada, una vez más, corriendo como una loca a lo largo del natero que compraría, más tarde, mi tío Gregorio, frente a la ermita de Cueva de Agua, hasta llegar a casa de Pascuala, la mejor vecina de mi abuela. Aquella yegua tunante, de la que se decía que llevaba sangre moruna, tuvo en Amado el buen domador hasta que otras manos, en hábil negocio del marchante, se hicieran cargo de la que, sin duda alguna, el día del tracto, estaría bien tranquila. Allí como en otros muchos sitios se jugaba a las cartas, lo que no estaba mal visto, y en ocasiones se apostaba dinero, lo que estaba prohibido, pero ya se sabe que ni el oficio más viejo del mundo ni el juego con apuesta ha desaparecido por duro que sea el régimen político establecido.
Se dice que Carmen Castillo, “la Sorda”, que vivía en Catela, era una mujer de mando en plaza, de mucho genio y pronto enfado y que un día Segundo, entrando al bar de La Mata, empurrando un poco la puerta, con Dalmacio al fondo del mostrador, oyó decir a alguien que hablaba de su esposa que él quería tener una mujer como la de Segundo, que la pondría en regla en dos días y que si él tuviera una mujer rebelde la sabría poner en su sitio. El valentón que no había visto la llegada silenciosa de Segundo, quedó un poco sorprendido y pudo oír con claridad lo que con contundencia Segundo manifestó: diga usted que no le toque.
Sobre los pueblos se establecen perfiles y se dibujan características sin estudios rigurosos que, sin embargo, están presentes en las conversaciones informales, en las bromas, y, en ocasiones, en el primer saludo.
¿Es el palmero más cauteloso que el resto de los canarios?
Nuestros magos tienen fama de hombres prudentes, de medir las palabras, de no definirse innecesariamente y eso ocurre en La Palma y en toda Canarias, porque el campesino ha jugado casi siempre a la defensiva.
Hoy he recordado una anécdota de esa prudencia, de la elocuencia del silencio, del hablar poco, evitando que se deriven responsabilidades de lo que se dice. No está mal considerar esta forma de actuar una virtud y aprender de nuestra gente del campo, en un mundo que se habla demasiado irresponsablemente.
Llegar a la isla de La Palma, por barco o por avión, siempre ha venido significando para mí un grato sentimiento, al que se une mi mente, cargada de recuerdos que, cada vez, se acumulan más. Probablemente sea el sentir común de los palmeros siempre que regresan a su isla.
El destino de mis viajes a La Palma, generalmente, se fija en Garafía, la tierra lejana y alejada, incomprensiblemente, cuando las comunicaciones se han desarrollado en toda Canarias desde hace algunas décadas.
Parar en Santa Cruz de La Palma, visitar la ciudad del Apurón, y recorrer algunas de sus calles es casi etapa obligatoria. Aunque algunos amigos se despidieron hace tiempo, no han dejado de estar presente en los últimos viajes, cuando doy los primeros pasos por la calle Real, O´Daly y continúo, por Pérez de Brito, vía rotulada en honor del prócer garafiano. La ciudad ha querido honrar, con sus nombres, a dos grandes luchadores de los derechos del pueblo.
Al pasar delante del ayuntamiento, el mejor ejemplo de la arquitectura civil renacentista de Canarias, recuerdo el trabajo monográfico que realicé sobre el mismo, guiado por el profesor de Arte, Alfonso Trujillo, en mis cursos del doctorado. Sentado en un banco de la plaza de España miro con detenimiento la fachada del templo de El Salvador y me parece que no han pasado tantos años de cuando bajé las escalinatas tras realizar el examen de ingreso de bachillerato en 1960. Al regreso a la zona del puerto, vuelvo a contemplar la Casa Salazar, de recio continente arquitectónico y de gran contenido cultural por sus continuas actividades. Bella y noble ciudad, heredera del espíritu liberal, de los hermanos Ferraz, de Faustino Méndez Cabezola y de Adolfo Cabrera Pinto, donde viví cuatro años, estudiando bachillerato, y en lo que para mí fue una gran urbe, cuando proveniente de mi pueblo, entonces sin comunicación por carreteras, la visité hacia 1955, por primera vez.
Toca dejar la capital de la isla y seguir la ruta hasta Garafía. Entonces dudo, una y otra vez, si ir por la carretera del norte o por la del sur. En algunas ocasiones he tomado la dirección de la cumbre hacia el Roque de Los Muchachos, el camino más parecido al que hacían a pie los garafianos para ir a la ciudad. Mi madre siempre recordaba aquel viaje de mi abuelo Antonio Sánchez Pérez en el mes de julio de 1936, subiendo a la cumbre, pasando junto a la Pared de Roberto y bajando el lomo de la ciudad, con más caminantes de lo habitual.
Al elegir la ruta norte, según la hora de partida, se puede hacer primera estación en “casa Asterio”, para entrar con los chicharrones y saborear la carne de cabra, bien es verdad que, si es demasiado temprano, se impone seguir de largo, recordando las viejas curvas de San Juanito y almorzar el potaje de trigo en Roque del Faro.
Un café en la plaza de Los Sauces permite un pequeño descanso para continuar luego a Barlovento, y aquí encontramos una carretera alternativa, más corta en distancia, con recorrido de no mucho menor tiempo, pero es más peligrosa en invierno por los desprendimientos, más posibilidad de neblina. Al ser una pista estrecha, cada coche que se ve en dirección contraria se traduce en un susto, que va marcando todo el trayecto de la carretera, que conocemos por “Las Mimbreras”. La exuberante vegetación de esta pista que en algunas partes forma túneles, además de los excavados en las rocas, con las ramas de los árboles, helechos y desarrollados arbustos no deja de ser una buena elección si el tiempo está despejado, pues llena de gozo el cuerpo con la singular belleza de la laurisilva, aunque de susto en susto se frene y de exclamación en exclamación se avance.
Eligiendo la carretera general, con la prisa bien guardada en la maleta, y con el respeto debido a las curvas tras el profundo barranco de Gallegos, nos encontramos un letrero en el barranco de Franceses con la palabra “Garafía”, que levanta el ánimo, porque parece que estás en casa, aunque a casa no has llegado. Quedan vueltas y más vueltas donde la recta huyó para siempre, pero el tiempo pasa sin darte cuenta, hablando con los pinos, los brezos y las fallas o saludando a algunos viñátigos, acebiños y loros que se asoman más tímidos. Luego, si no paras en El Roque del Faro, de forma placentera se sigue a La Mata, cerca de la Zarza y la Zarcita, donde los guanches hablan todavía por medio de sus petroglifos, y pronto se llega a Llano del Negro, dejando a San Antonio a la derecha, para dirigirte a Santo Domingo o a Cueva del Agua.
Con el “cochecito” arrendado al amigo Damián, pequeño empresario del sector, que me dejaba a buen precio, un buen día cogí la pista que se dirige a Cueva de Agua, pero se ocurrió desviarme antes de llegar a la Raíz del Pino por un camino de tierras y piedras que con más atrevimiento del común le llamaban allí la carretera de Catela. Avanzaba con aquel pequeño coche todavía entero y cada vez se ponía las cosas más feas, pero seguí la marcha, dejando a El Colmenero a la derecha y pronto comencé a pensar que era mejor dar la vuelta en algún lugar que fuera posible, pero tenía también mis dudas y no sabía si se el tramo que faltaba para llegar a Catela estaba en buen estado y era mejor opción. Seguí, porque creo que se impuso en mí esa inclinación de avanzar, de descubrir, y de no volver para atrás. Iba tan despacio que yo creo que él cuenta kilómetros se había puesto en negativo. Pensé en preguntar, pero no veía a nadie. De repente me pareció que se movía una especie de arbusto y al fijarme bien descubrí que aquel bulto era en realidad un hombre doblado por el feje de tagasastes que llevaba. Entonces me dije: aquí está la salvación. Era la salvación y no solo la solución en aquella preocupante situación de no saber si seguir o dar la vuelta. Cuando lentamente el hombre se acercó le hablé: buenas, señor; el me respondió con el muy buenas que el campesino siempre da, a lo que yo añadí: ¿por aquí podré subir bien a Catela con este cochito? El paisano quedó reflexionando y por un momento pensé que no me iba a responder. Con voz pausada y firme me contestó al fin: por ahí han subido otros.
Me quedé en silencio, medité y me enfadé conmigo mismo, diciéndome: ¿Cómo es posible que siendo natural de Garafía, hayas hecho una pregunta de este tipo a un prudente y cauteloso campesino palmero?
Manuel de Los Reyes Hernández Sánchez, 7 de julio de 2020, año de la pandemia.
¿Es el palmero más cauteloso que el resto de los canarios?
Nuestros magos tienen fama de hombres prudentes, de medir las palabras, de no definirse innecesariamente y eso ocurre en La Palma y en toda Canarias, porque el campesino ha jugado casi siempre a la defensiva.
Hoy he recordado una anécdota de esa prudencia, de la elocuencia del silencio, del hablar poco, evitando que se deriven responsabilidades de lo que se dice. No está mal considerar esta forma de actuar una virtud y aprender de nuestra gente del campo, en un mundo que se habla demasiado irresponsablemente.
Llegar a la isla de La Palma, por barco o por avión, siempre ha venido significando para mí un grato sentimiento, al que se une mi mente, cargada de recuerdos que, cada vez, se acumulan más. Probablemente sea el sentir común de los palmeros siempre que regresan a su isla.
El destino de mis viajes a La Palma, generalmente, se fija en Garafía, la tierra lejana y alejada, incomprensiblemente, cuando las comunicaciones se han desarrollado en toda Canarias desde hace algunas décadas.
Parar en Santa Cruz de La Palma, visitar la ciudad del Apurón, y recorrer algunas de sus calles es casi etapa obligatoria. Aunque algunos amigos se despidieron hace tiempo, no han dejado de estar presente en los últimos viajes, cuando doy los primeros pasos por la calle Real, O´Daly y continúo, por Pérez de Brito, vía rotulada en honor del prócer garafiano. La ciudad ha querido honrar, con sus nombres, a dos grandes luchadores de los derechos del pueblo.
Al pasar delante del ayuntamiento, el mejor ejemplo de la arquitectura civil renacentista de Canarias, recuerdo el trabajo monográfico que realicé sobre el mismo, guiado por el profesor de Arte, Alfonso Trujillo, en mis cursos del doctorado. Sentado en un banco de la plaza de España miro con detenimiento la fachada del templo de El Salvador y me parece que no han pasado tantos años de cuando bajé las escalinatas tras realizar el examen de ingreso de bachillerato en 1960. Al regreso a la zona del puerto, vuelvo a contemplar la Casa Salazar, de recio continente arquitectónico y de gran contenido cultural por sus continuas actividades. Bella y noble ciudad, heredera del espíritu liberal, de los hermanos Ferraz, de Faustino Méndez Cabezola y de Adolfo Cabrera Pinto, donde viví cuatro años, estudiando bachillerato, y en lo que para mí fue una gran urbe, cuando proveniente de mi pueblo, entonces sin comunicación por carreteras, la visité hacia 1955, por primera vez.
Toca dejar la capital de la isla y seguir la ruta hasta Garafía. Entonces dudo, una y otra vez, si ir por la carretera del norte o por la del sur. En algunas ocasiones he tomado la dirección de la cumbre hacia el Roque de Los Muchachos, el camino más parecido al que hacían a pie los garafianos para ir a la ciudad. Mi madre siempre recordaba aquel viaje de mi abuelo Antonio Sánchez Pérez en el mes de julio de 1936, subiendo a la cumbre, pasando junto a la Pared de Roberto y bajando el lomo de la ciudad, con más caminantes de lo habitual.
Al elegir la ruta norte, según la hora de partida, se puede hacer primera estación en “casa Asterio”, para entrar con los chicharrones y saborear la carne de cabra, bien es verdad que, si es demasiado temprano, se impone seguir de largo, recordando las viejas curvas de San Juanito y almorzar el potaje de trigo en Roque del Faro.
Un café en la plaza de Los Sauces permite un pequeño descanso para continuar luego a Barlovento, y aquí encontramos una carretera alternativa, más corta en distancia, con recorrido de no mucho menor tiempo, pero es más peligrosa en invierno por los desprendimientos, más posibilidad de neblina. Al ser una pista estrecha, cada coche que se ve en dirección contraria se traduce en un susto, que va marcando todo el trayecto de la carretera, que conocemos por “Las Mimbreras”. La exuberante vegetación de esta pista que en algunas partes forma túneles, además de los excavados en las rocas, con las ramas de los árboles, helechos y desarrollados arbustos no deja de ser una buena elección si el tiempo está despejado, pues llena de gozo el cuerpo con la singular belleza de la laurisilva, aunque de susto en susto se frene y de exclamación en exclamación se avance.
Eligiendo la carretera general, con la prisa bien guardada en la maleta, y con el respeto debido a las curvas tras el profundo barranco de Gallegos, nos encontramos un letrero en el barranco de Franceses con la palabra “Garafía”, que levanta el ánimo, porque parece que estás en casa, aunque a casa no has llegado. Quedan vueltas y más vueltas donde la recta huyó para siempre, pero el tiempo pasa sin darte cuenta, hablando con los pinos, los brezos y las fallas o saludando a algunos viñátigos, acebiños y loros que se asoman más tímidos. Luego, si no paras en El Roque del Faro, de forma placentera se sigue a La Mata, cerca de la Zarza y la Zarcita, donde los guanches hablan todavía por medio de sus petroglifos, y pronto se llega a Llano del Negro, dejando a San Antonio a la derecha, para dirigirte a Santo Domingo o a Cueva del Agua.
Con el “cochecito” arrendado al amigo Damián, pequeño empresario del sector, que me dejaba a buen precio, un buen día cogí la pista que se dirige a Cueva de Agua, pero se ocurrió desviarme antes de llegar a la Raíz del Pino por un camino de tierras y piedras que con más atrevimiento del común le llamaban allí la carretera de Catela. Avanzaba con aquel pequeño coche todavía entero y cada vez se ponía las cosas más feas, pero seguí la marcha, dejando a El Colmenero a la derecha y pronto comencé a pensar que era mejor dar la vuelta en algún lugar que fuera posible, pero tenía también mis dudas y no sabía si se el tramo que faltaba para llegar a Catela estaba en buen estado y era mejor opción. Seguí, porque creo que se impuso en mí esa inclinación de avanzar, de descubrir, y de no volver para atrás. Iba tan despacio que yo creo que él cuenta kilómetros se había puesto en negativo. Pensé en preguntar, pero no veía a nadie. De repente me pareció que se movía una especie de arbusto y al fijarme bien descubrí que aquel bulto era en realidad un hombre doblado por el feje de tagasastes que llevaba. Entonces me dije: aquí está la salvación. Era la salvación y no solo la solución en aquella preocupante situación de no saber si seguir o dar la vuelta. Cuando lentamente el hombre se acercó le hablé: buenas, señor; el me respondió con el muy buenas que el campesino siempre da, a lo que yo añadí: ¿por aquí podré subir bien a Catela con este cochito? El paisano quedó reflexionando y por un momento pensé que no me iba a responder. Con voz pausada y firme me contestó al fin: por ahí han subido otros.
Me quedé en silencio, medité y me enfadé conmigo mismo, diciéndome: ¿Cómo es posible que siendo natural de Garafía, hayas hecho una pregunta de este tipo a un prudente y cauteloso campesino palmero?
Manuel de Los Reyes Hernández Sánchez, 7 de julio de 2020, año de la pandemia.
QUITERIA
Quiteria de Garafía. Un solo nombre basta para hacer una de las más importantes referencias identitarias de Cueva del Agua en Garafía. Si le añadimos el apellido “la de los dulces artesanales”, el reconocimiento de la persona se extiende a la isla de La Palma, y si hablamos de etnografía y de los valores tradicionales, y de la labor de la mujer canaria en nuestro archipiélago, examinando a aquellas que han destacado en algún campo de la cultura popular, sin duda alguna, Quiteria ocupará un buen puesto en la conversación.
Tras ese logro de aprecio generalizado en su barrio, de conocimiento identificador en su pueblo, y de reconocimiento dentro y fuera del mismo, está la constancia y la dedicación toda una vida a una señalada tarea, sin dejación de otras actividades propia de la vida del campo.
Hoy, hemos hablado con Quiteria Rodríguez Pérez, no solo de marquesotes, roscas y mantecados, sino también de diversos aspectos de su infancia y juventud y de las duras condiciones de vida de nuestros campesinos, especialmente, hasta la década de los setenta del pasado siglo, en la que se pudo contar con diversos adelantos que llegaron con cierto retraso a nuestros pueblos.
Con el entusiasmo de toda la vida, a sus noventa años, con la risa y la sonrisa que siempre le acompañan, la voz clara y el entusiasmo contagiador, Quiteria habla, sentada en su cajita de tea, a dos pasos de su hormo de leña, en la casa de sus antepasados, en la parte alta de la Montañeta en Cueva del Agua, mientras desfilan los ricos merengues y las sabrosas galletas, presididos por los más trabajosos almendrados. No faltan a la cita ni el pan dulce, llevado todos los años a San Antonio del Monte el 13 de junio, ni los quesos de almendra que por encargos acompañaban en ocasiones a los gustosos productos.
Allí recordó a su madre Fermina, que era prima hermana de mi abuela Angelina con su buen hacer en el barrio.
Muchas casas contaban con horno, pero la elaboración de dulces, durante su juventud, tenía que estar motivada, y así ocurría en las bodas que permitían romper la austeridad generalizada de la vida campesina, donde el gofio se imponía como alimento básico. Aún recuerda como en ocasiones se pedía un poco al vecino hasta que se tostara el trigo y otros cereales para llevarlo al molino de El Calvario, Santo Domingo o Llano del Negro, y poder devolver la cantidad prestada y guardar el resto hasta la nueva molienda.
El trabajo y alimento compartido en las gallofas o en la vida diaria, en el marco solidario de la buena vecindad, constituyen para Quiteria un grato recuerdo de una época muy diferente a la de nuestros días, que dejan el buen sabor de boca, antes y después de degustar los dulces y que ella procura conservar, practicando unos y elaborando otros.
Muchos son los años que Quiteria lleva trabajando la harina y demás ingredientes para colocar las milanas en el horno, primero en la cueva, y desde hace años en uno de los cuartos de su vivienda, mucho el tiempo que las latas han visto desfilar los dulces guardados al llegar el comprador, y poco el tiempo perdido en toda una vida de trabajo sin queja, ejemplo de mujer abnegada y siempre agradecida.
Ocho décadas con los dulces permiten un buen recorrido y una larga y gratificante conversa con esta garafiana, nacida el 22 de mayo de 1931 en Cueva del Agua, con el recuerdo de las tongas que formarían todas las “charamesas”, quemadas en el horno y los pilones de leña de almendro o brezo para reforzar el fuego siempre que fuera preciso, porque en nuestros campos se aprovechaba casi todo. El conejo y la cabra antes habían dado cuenta del tagasaste, el almendrero después de muchos años quería ser todavía útil como leña y el brezo había contribuido a la rica miel, además de colaborar como “espeque” para la carne de bichillo o formar la humilde escoba.
Gracias, entrañable Quiteria.
Manuel de los Reyes Hernández Sánchez, 10 de julio de 2021.
Tras ese logro de aprecio generalizado en su barrio, de conocimiento identificador en su pueblo, y de reconocimiento dentro y fuera del mismo, está la constancia y la dedicación toda una vida a una señalada tarea, sin dejación de otras actividades propia de la vida del campo.
Hoy, hemos hablado con Quiteria Rodríguez Pérez, no solo de marquesotes, roscas y mantecados, sino también de diversos aspectos de su infancia y juventud y de las duras condiciones de vida de nuestros campesinos, especialmente, hasta la década de los setenta del pasado siglo, en la que se pudo contar con diversos adelantos que llegaron con cierto retraso a nuestros pueblos.
Con el entusiasmo de toda la vida, a sus noventa años, con la risa y la sonrisa que siempre le acompañan, la voz clara y el entusiasmo contagiador, Quiteria habla, sentada en su cajita de tea, a dos pasos de su hormo de leña, en la casa de sus antepasados, en la parte alta de la Montañeta en Cueva del Agua, mientras desfilan los ricos merengues y las sabrosas galletas, presididos por los más trabajosos almendrados. No faltan a la cita ni el pan dulce, llevado todos los años a San Antonio del Monte el 13 de junio, ni los quesos de almendra que por encargos acompañaban en ocasiones a los gustosos productos.
Allí recordó a su madre Fermina, que era prima hermana de mi abuela Angelina con su buen hacer en el barrio.
Muchas casas contaban con horno, pero la elaboración de dulces, durante su juventud, tenía que estar motivada, y así ocurría en las bodas que permitían romper la austeridad generalizada de la vida campesina, donde el gofio se imponía como alimento básico. Aún recuerda como en ocasiones se pedía un poco al vecino hasta que se tostara el trigo y otros cereales para llevarlo al molino de El Calvario, Santo Domingo o Llano del Negro, y poder devolver la cantidad prestada y guardar el resto hasta la nueva molienda.
El trabajo y alimento compartido en las gallofas o en la vida diaria, en el marco solidario de la buena vecindad, constituyen para Quiteria un grato recuerdo de una época muy diferente a la de nuestros días, que dejan el buen sabor de boca, antes y después de degustar los dulces y que ella procura conservar, practicando unos y elaborando otros.
Muchos son los años que Quiteria lleva trabajando la harina y demás ingredientes para colocar las milanas en el horno, primero en la cueva, y desde hace años en uno de los cuartos de su vivienda, mucho el tiempo que las latas han visto desfilar los dulces guardados al llegar el comprador, y poco el tiempo perdido en toda una vida de trabajo sin queja, ejemplo de mujer abnegada y siempre agradecida.
Ocho décadas con los dulces permiten un buen recorrido y una larga y gratificante conversa con esta garafiana, nacida el 22 de mayo de 1931 en Cueva del Agua, con el recuerdo de las tongas que formarían todas las “charamesas”, quemadas en el horno y los pilones de leña de almendro o brezo para reforzar el fuego siempre que fuera preciso, porque en nuestros campos se aprovechaba casi todo. El conejo y la cabra antes habían dado cuenta del tagasaste, el almendrero después de muchos años quería ser todavía útil como leña y el brezo había contribuido a la rica miel, además de colaborar como “espeque” para la carne de bichillo o formar la humilde escoba.
Gracias, entrañable Quiteria.
Manuel de los Reyes Hernández Sánchez, 10 de julio de 2021.