Cerca de El Colmenero, y no lejos de Catela, está Lomo del Fraile, paraje siempre visitado por la faya, el brezo y el pino canario, que hacen más bello el sitio con su presencia, pero que no han dejado de despertar los celos de los árboles frutales, allí instalados, desde hace muchos años, temerosos de perder su espacio, con el ánimo de permanencia mantenido, a pesar de la despedida de sus cuidadores, que, en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, decidieron marchar a otras tierras.
Allí la almendra casi nunca ve a la castaña, que no llega hasta noviembre, cuando los tunos tardíos se preparan para ofrecer su mejor sabor, y prefiere la compañía de las más variadas ciruelas, bien sean las agustinas, las blancas, las claudias ovaladas, de color morado, o las pequeñas japonesas salvajes que ganan calidad en los terrenos más altos por la humedad que conserva el suelo. Los caminos y veredas, entonces transitados, separaban a los tagasastes y las tederas para confundirse en las huertas y nateros donde el trigo, la cebada o el centeno hacían acto de presencia, mientras en uno de sus cantos la viña se preparaba para el gran festival de otoño. Las papas no querían abandonar el sitio y se conformaban con algunos celemines que les permitieran atender a su gente y no perder la semilla. No protestan los perales arrinconados y la higuera se conforma con la zona no labrada. Allí un buen día del año 1963 acude Juliana para colaborar en las tareas agrícolas con la familia Candelario Rocha. Pocos eran los vecinos que vivían fijo en la zona, esperando la llegada del verano para verse más acompañados con la gente que subía de la costa, trayendo sus enseres y sus animales. La crónica oral nunca fallaba, pues Sabás daba el más mínimo detalle, y con su prodigiosa memoria registraba las fechas de nacimiento de todos los conocidos y cualquier otro suceso relevante. Aunque la situación económica de las Islas Canarias estaba dando el salto de desarrollo, impulsado por el Plan de Estabilización de 1959, y el incipiente cambio social avanzaba con la llegada de algunos turistas, Garafía en la década de los sesenta del pasado siglo retrocede en casi todos los planos por ese tributo de sangre, en palabras de mi hermano Gonzalo, que pagó a la Isla, especialmente en Los Llanos de Aridane, al Archipiélago, particularmente, en Gran Canaria y Tenerife, y a América, en su casi totalidad en Venezuela. No fue ajena a su decadencia la desacertada política municipal, y el abandono de los gobiernos central e insular que aplicaron la bíblica maldición cainita a los agricultores, con elevadas cuantías en las frecuentes multas, impuestas por cortar un gajo de faya u otra rama o recoger pinillo para los animales, como techo o como lecho, en una desacertada política de protección de los montes que impedía su aprovechamiento agrícola y ganadero, como se venía haciendo desde siglos antes, sin perjuicio alguno para el medio ambiente. Recuerdo oír el lamento y la rabia de los multados y en un caso el razonamiento del campesino afectado con el papel de pago en la mano: “me deberían sancionar por no atender a los animales, no por cortar unas ramas”. A la inexplicable gestión municipal se unió la insensibilidad de las autoridades insulares de la época, con frases como “La isla termina en Barlovento”, “no hay nada más allá”, alterando en los años setenta las prioridades en los planes y programas del Gobierno central y la coordinación de la Mancomunidad Provincial Interinsular de Santa Cruz de Tenerife, en los que se contemplaban las acciones necesarias para la continuidad de la carretera nacional desde Puntagorda hasta Barlovento. Garafía, efectivamente quedó en tierra de nadie. Tocaron a sus puertas por el este y por el oeste, pero los dineros no llegaron a pesar de la protesta del ayuntamiento entonces regido por Manolo Paz. Los intereses económicos de la clase dirigente insular, de la “Suidad y de la Banda”, ajenos a la “Suiza palmera”, se impusieron una vez más, y las Curvas de San Juanito y la Carretera de Argual ganaron la partida, al alterarse el orden de prioridades en las medidas de fomento que el Gobierno del Estado había fijado, con mayor sensibilidad para Garafía que la autoridad local. No dejaba de tener razón el querido profesor, compañero y amigo Leoncio Afonso Pérez cuando me decía: “del amo y el mulo cuanto más lejos más seguro”. Garafía, comarca de acción especial, estaba lejos y más alejada quedó. Unos nos fuimos y otros quedaron, mientras el campo se abandonaba gradualmente. Es en este marco continuador de las tareas agrícolas de antaño, aunque con menor intensidad, en el que Juliana de "Llano Negro" cuidaba su casa y, en ocasiones, trabajaba de peona, ayudando a otra gente, como sucedió en los terrenitos que tenía la familia Candelario en el “Lomo Fraile”. A la sombra de un pino, después de la dura labor, llegaba la hora de yantar o almorzar. No podían faltar el excelente queso de la zona ni el gofio amasado en el zurrón, bien regado con el vino de Catela, con su sabor a tea, marcador del gusto diferenciado de otros vinos, que allí apenas llegaban en esas fechas. Aquellas comidas no eran el mero “entullo”, en ocasiones obligado. La conversa con reflexiones de todo tipo, el relato y el cuento, la noticia y la ocurrencia bailaban en torno a los alimentos, convirtiéndolos en las más sabrosas viandas, ahora degustadas y no solo tragadas. No faltaba el mantel de inexplicable blanco, bien colocado en el suelo, sujeto con una piedra en cada esquina y una camadita de pinillo debajo. Múltiples son las anécdotas de Juliana que destacaba por su sencillez y espontaneidad, de ahí que surgieran las preguntas para averiguar la vida propia y ajena con la gracia de unas respuestas elementales y cortas que no dejaban de ser el retrato de quienes apenas fueron a la escuela y de los que no consideraban necesario ampliar el campo del conocimiento. Es difícil que la mujer campesina canaria interrogue algo sin saber la respuesta o parte de ella. Muchas veces más que la pregunta para averiguar lo que no conoce, trata de adverar el dato que tiene o de confirmar lo que ya sabe. Con nuestros campesinos debemos ser muy prudentes, porque ellos lo son, si su pregunta es meditada, nuestra respuesta debe serlo también, ellos así lo hacen. Parece que no te van a contestar y cuando empiezan la frase dan tiempo a las palabras para que salgan en el orden debido, cada una con su carga, de modo que nunca lo dicho se le volviera en contra, porque las palabras, en la castigada vida del agricultor, pronto perdieron su inocencia. En medio de la comida y de la conversa animada, allí en “Lomo Fraile”, Candelaria, sabiendo que el hijo de Juliana estaba realizando el servicio militar, se dirigió a ella y le dijo: “¿Y pa dónde tienes el chico?”, a lo que le respondió: “Pa Barcilona”. Y aquí viene ese conocimiento previo de quien pregunta. Candelaria Candelario le dice entonces: “¿pues no estaba pa Fuerteventura?”, a lo que Juliana contestó sin dudar: “jiji, JiJiJi, ni que no fuera lo mismo”. Ya quedaban pocas personas en esa fecha, para las que, más allá del muelle de Santa Cruz de La Palma, había otra tierra, con municipios localidades o barrios diferentes, o con cantos o lugares, calles o caminos distintos, todo en un mismo territorio, en el que unos estarían un poco más arriba y otros un poco más abajo, pero no era extraño que alguna mujer o algún hombre hubiese compartido, años antes, esa ingenua confusión. Barcelona y Fuerteventura eran ubicados en el mismo sitio en la cabeza de Juliana, a dos pasos la una de la otra. En estos tiempos, algunos jóvenes que sí han ido a la escuela, a diferencia de Juliana de Llano del Negro, y que han tenido una vida “regalada”, frente a la dura vida de aquellos tiempos, operan con el mismo esquema. Serán unos pocos, pero me parecen muchos para la inversión pública habida en una educación, mantenida con los impuestos de los contribuyentes. En estos tiempos de pandemia los comportamientos juveniles incívicos no son tan excepcionales, muestras de una ignorancia muy grave y lo peor de todo, no es que no sepan, es que les da lo mismo. Probablemente ninguno de ellos leerá estas líneas. Yo me contento con escribirlas y recordar el duro trabajo de mucha gente, del campesino agudo con su profundo saber y, también, del que, menos dotado por la naturaleza, con un esquema simple y elemental no dejaba de trabajar. Es imprescindible que en nuestra sociedad se imponga el protagonismo de la juventud que estudia, de los que se esfuerzan en las aulas o en el trabajo, para que cada vez sean menos los que operan con el simple esquema y con un vocabulario de poco más que las palabras cama y playa, en medio del desconocimiento de la más elemental Geografía, confundiendo la Historia con un cuento y la Lógica con una hamburguesa, y que actúan con una mente que les impide buscar la explicación de cualquier diferencia, porque les da igual todo. Estaremos en el buen camino si la jocosa anécdota de Juliana vale para explicar aquellos tiempos en los que la enseñanza no alcanzaba a toda la población, pero nuestro andar no será correcto si, con diez años de escolarización obligatoria en nuestro país, persiste en algunos la mental confusión geográfica sin ánimo de esclarecimiento, y sería mucho más grave oír respuestas similares a la frase comentada, “Ni que no fuera lo mismo”. Gracias al amigo Gilberto Candelario Rocha, testigo de los hechos narrados. Manuel de los Reyes Hernández Sánchez, a 10 de agosto de 2020, año de la pandemia.
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Sobre los pueblos se establecen perfiles y se dibujan características sin estudios rigurosos que, sin embargo, están presentes en las conversaciones informales, en las bromas, y, en ocasiones, en el primer saludo.
¿Es el palmero más cauteloso que el resto de los canarios? Nuestros magos tienen fama de hombres prudentes, de medir las palabras, de no definirse innecesariamente, y eso ocurre en La Palma y en toda Canarias, porque el campesino ha jugado casi siempre a la defensiva. Hoy he recordado una anécdota de esa prudencia, de la elocuencia del silencio, del hablar poco, evitando que se deriven responsabilidades de lo que se dice. No está mal considerar esta forma de actuación una virtud y aprender de nuestra gente del campo, en un mundo en el que se habla demasiado irresponsablemente. Llegar a la isla de La Palma, por barco o por avión, siempre ha venido significando para mí un grato sentimiento, al que se une mi mente, cargada de recuerdos que, cada vez, se acumulan más. Probablemente sea el sentir común de los palmeros siempre que regresan a su isla. El destino de mis viajes a La Palma, generalmente, se fija en Garafía, la tierra lejana y alejada, incomprensiblemente, cuando las comunicaciones se han desarrollado en toda Canarias desde hace algunas décadas. Parar en Santa Cruz de La Palma, visitar la ciudad del Apurón y recorrer algunas de sus calles es casi etapa obligatoria. Aunque algunos amigos se despidieron hace tiempo, no han dejado de estar presente en los últimos viajes, cuando doy los primeros pasos por la calle Real, O´Daly, y continúo, por Pérez de Brito, vía rotulada en honor del prócer garafiano. La ciudad ha querido honrar, con sus nombres, a dos grandes luchadores de los derechos del pueblo. Al pasar delante del ayuntamiento, el mejor ejemplo de la arquitectura civil renacentista de Canarias, recuerdo el trabajo monográfico que realicé sobre el mismo, guiado por el profesor de Arte, Alfonso Trujillo, en mis cursos del doctorado. Sentado en un banco de la plaza de España, miro con detenimiento la fachada del templo de El Salvador, y me parece que no han pasado tantos años desde cuando bajé las escalinatas tras realizar el examen de ingreso de bachillerato en 1960. Al regreso a la zona del puerto, vuelvo a contemplar la Casa Salazar, de recio continente arquitectónico y de gran contenido cultural por sus continuas actividades. Bella y noble ciudad, heredera del espíritu liberal, de los hermanos Ferraz, de Faustino Méndez Cabezola y de Adolfo Cabrera Pinto, donde viví cuatro años, estudiando bachillerato, y en la que, para mí, fue una gran urbe, cuando proveniente de mi pueblo, entonces sin comunicación por carreteras, la visité hacia 1955, por primera vez. Toca dejar la capital de la isla y seguir la ruta hasta Garafía. Entonces dudo, una y otra vez, si ir por la carretera del norte o por la del sur. En algunas ocasiones he tomado la dirección de la cumbre hacia el Roque de Los Muchachos, el camino más parecido al que hacían a pie los garafianos para ir a la ciudad. Mi madre siempre recordaba aquel viaje de mi abuelo, Antonio Sánchez Pérez, en el mes de julio de 1936, subiendo a la cumbre, pasando junto a la Pared de Roberto y bajando el lomo de la ciudad, con más caminantes de lo habitual. Al elegir la ruta norte, según la hora de partida, se puede hacer una primera estación en “casa Asterio”, para entrar con los chicharrones y saborear la carne de cabra; bien es verdad que, si es demasiado temprano, se impone seguir de largo, recordando las viejas curvas de San Juanito, y almorzar el potaje de trigo en Roque del Faro. Un café en la plaza de Los Sauces permite un pequeño descanso para continuar luego a Barlovento, y aquí encontramos una carretera alternativa, más corta en distancia, con recorrido de no mucho menor tiempo, pero más peligrosa en invierno por los desprendimientos y mayor posibilidad de neblina. Al ser una pista estrecha, cada coche que se ve en dirección contraria se traduce en un susto, que va marcando todo el trayecto de la carretera, que conocemos por “Las Mimbreras”. La exuberante vegetación de esta pista que, en algunas partes, forma túneles, además de los excavados en las rocas, con las ramas de los árboles, helechos y desarrollados arbustos, no deja de ser una buena elección si el tiempo está despejado, pues llena de gozo el cuerpo con la singular belleza de la laurisilva, aunque de susto en susto se frene y de exclamación en exclamación se avance. Eligiendo la carretera general, con la prisa bien guardada en la maleta, y con el respeto debido a las curvas, tras el profundo barranco de Gallegos, nos encontramos un letrero en el barranco de Franceses con la palabra “Garafía”, que levanta el ánimo, porque parece que estás en casa, aunque a casa no has llegado. Quedan vueltas y más vueltas donde la recta huyó para siempre, pero el tiempo pasa sin darte cuenta, hablando con los pinos, los brezos y las fayas o saludando a algunos viñátigos, acebiños y loros que se asoman más tímidos. Luego, si no paras en El Roque del Faro, de forma placentera, se sigue a La Mata, cerca de la Zarza y la Zarcita, donde los guanches hablan todavía por medio de sus petroglifos, y pronto se llega a Llano del Negro, dejando a San Antonio a la derecha, para dirigirte a Santo Domingo o a Cueva del Agua. Con el “cochecito” arrendado al amigo Damián, pequeño empresario del sector, que me lo dejaba a buen precio, un día cogí la pista que se dirige a Cueva de Agua, pero se me ocurrió desviarme antes de llegar a la Raíz del Pino, por un camino de tierras y piedras que, con más atrevimiento del común, le llamaban allí la carretera de Catela. Avanzaba con aquel pequeño coche, todavía entero, y cada vez se ponía las cosas más feas, pero seguí la marcha, dejando a El Colmenero a la derecha, y pronto comencé a pensar que era mejor dar la vuelta en algún lugar que fuera posible; no obstante tenía también mis dudas y no sabía si el tramo que faltaba para llegar a Catela estaba en buen estado y era mejor opción. Seguí, porque creo que se impuso en mí esa inclinación de avanzar, de descubrir, y de no volver para atrás. Iba tan despacio que yo creo que él cuenta kilómetros se había puesto en negativo. Pensé en preguntar, pero no veía a nadie. De repente me pareció que se movía una especie de arbusto y al fijarme bien descubrí que aquel bulto era en realidad un hombre, doblado por el feje de tagasastes que llevaba. Entonces me dije: aquí está la salvación. Era la salvación y no solo la solución en aquella preocupante situación de no saber si seguir o dar la vuelta. Cuando lentamente el hombre se acercó le hablé: buenas, señor; el me respondió con el muy buenas que el campesino siempre da, a lo que yo añadí: ¿Por aquí podré subir bien a Catela con este cochito? El paisano quedó reflexionando y por un momento pensé que no me iba a responder. Con voz pausada y firme me contestó al fin: Por ahí han subido otros. Me quedé en silencio, medité y me enfadé conmigo mismo, diciéndome: ¿Cómo es posible que siendo natural de Garafía, hayas hecho una pregunta de este tipo a un prudente y cauteloso campesino palmero? Manuel de Los Reyes Hernández Sánchez, 7 de julio de 2020, año de la pandemia. Rompe el siglo XVI con portugueses y otra gente que llegan ante los extrañados aborígenes auaritas que vivían en las numerosas cuevas del barranco de El Atajo. Desde los primeros momentos históricos la gran cueva de la ladera se convertirá, también, en el centro de los nuevos moradores de la zona, bien en el citado barranco, bien en la parte llana, en Los Hondos, donde deducimos que se construyeron las primeras y sencillas casas de la localidad que llevará el nombre de Cueva del Agua en justo honor a la siempre apreciada fuente de vida.
Nada mejor que reproducir el texto del querido profesor, compañero y amigo, Leoncio Afonso Pérez, en su “Miscelánea de temas canarios”, para situar al barrio garafiano de Cueva de Agua en el mapa. “Entre los barrancos de Fernando Porto y El Atajo se encuentra Cueva de Agua. La cueva que da nombre al tablado está situada en la ladera del barranco de El Atajo, a unos 400 metros de altura. En su zona alta, ya fuera del tablado, en las proximidades de Hoya Grande, hay una serie de lomas y barrancos, con población dispersa: Raíz del Pino, Fuente Grande, Colmenero, etc., y con campos de cultivo entre rodales de pinos en una topografía complicada, como consecuencia de la diversa estructura del suelo. El tablado propiamente dicho se inicia en La Calzadilla, nombre del camino empedrado…”. Los Hondos están en el tramo inferior de Cueva de Agua, entre los señalados barrancos de El Atajo y Fernando Oporto, con forma de rellano hasta el borde costero del acantilado, desde hace años atravesado por la carretera que iniciada en Las Tricias llega hasta Santo Domingo. Entre 1563 y 1564 Gaspar de Frutuoso, recorriendo Canarias, describirá la fuente o manantial, al hablar de Cueva del Agua con las siguientes palabras: “Cueva del Agua toma su nombre de una gran cueva que hay allí, toda de piedra en torno y suelo, como un pozo, lleno al fondo con mucha agua, que cae en gotas de la bóveda y de los lados, de la cual se proveen los vecinos del término, que nunca les falta, y algunos de ellos viven en otras cuevas o furnias, o cavernas de tierra o piedra…”. He tenido la suerte de haber podido comentar estas notas históricas con el profesor Juan Régulo Pérez, hijo ilustre de Garafía, paseando por la calle Díaz y Suárez en Santo Domingo o en la plaza que hoy lleva su nombre en La Laguna. El doctor Régulo Pérez participó activamente en la traducción y edición de la obra del gran sacerdote portugués, cuyo texto es fundamental para conocer la Historia de la Isla de La Palma. La suerte a la suerte acompaña cuando ahora comento los temas con el compañero y amigo Pedro Nolasco Leal Cruz, uno de los mejores conocedores de la influencia portuguesa en La Palma, que ha impulsado la difusión del gran historiador y de su obra “Saudades da terra”, en fechas recientes. No podemos olvidar otra aportación de gran interés para conocer el pasado de Garafía, en general, y aspectos específicos de Cueva del Agua, en particular: “Del lugar de Tagalguen”, escrito por los compañeros y paisanos Néstor Rodríguez Martín y Tomás Orribo Rodríguez. Hoy por suerte contamos con más libros que facilitan los documentos y las referencias históricas para corroborar testimonios orales y datos aislados de modo que las conclusiones queden bien fundamentadas. En esta línea tenemos las obras de Pilar Pombrol, sobrina de la gran maestra de Cueva del Agua, Araceli Pombrol, tan querida por mi familia, “El gofio y el pan en Garafía”, “El Sistema Ortega” de Manuel Poggio Capote y Antonio Lorenzo Tena, y el reciente “Garafía. Antroponimia y génesis de su poblamiento”. Viene a cuento reseñar este aspecto bibliográfico para poner de relieve los lugares y la gente de Garafía desde hace quinientos años, y para llamar la atención de un pasado del que debemos estar orgullosos los garafianos, y cobrar fuerzas para que estas tierras dejen de ser las más abandonadas de Canarias, recabando la ayuda solidaria de todas las islas con el fin de salvar el rico patrimonio de este pueblo. Cueva del Agua, definida localidad desde comienzos del siglo XVI, experimentará un lento crecimiento de su población, desde los aproximados 40 vecinos que cabe deducir de los diferentes documentos, probablemente no más de 150 personas, hasta alcanzar su máximo en los años cincuenta del pasado siglo, 673 habitantes según el censo de 1950, con mínimas variaciones en sus formas de vida hasta el siglo XIX, al igual que el resto de Garafía. La descripción de B. Carballo Wangüemert, hablado de Garafía, resalta las señales de pobreza en ese siglo XIX, en el que la mayoría de la población vivía en las cuevas y como indica el profesor Régulo andaban descalzos, pues pocos disponían de alpargatas o zapatos y si lo tenían su uso solía ser limitado a determinadas ocasiones. No obstante, hay constancia, en dicho siglo, de la existencia de bastantes casitas terreras a dos aguas, generalmente, cuyos restos podemos observar aún hoy, como sucede con la casa de Celedonia, cerca de la Fuente de las Piletas, la casita de Encarnación, las casas de María Pepa y de Cándida, las casitas de Sinforosa y Jesús “Tarabeca”, las casas de Pancho Lidia, conocidas por "Las casas viejas", las casas de “Las Cumplidas”, de “Los Britas” y de “Las Pepas”, casitas de la Meliana, algunas colmadas de madera y otras ya con teja. En el homenaje al historiador José Pérez Vidal, el profesor Afonso Pérez analiza las casas con cubierta de madera en la vivienda rural del NW de La Palma. La abundancia de pino en todo el término municipal y el que la tea no se pudriera ni en contacto con el agua de las lluvias explica esta solución constructiva hasta la llegada de la teja. El aislamiento y el abandono les dejaron “vivir” más tiempo que en otros lugares, hasta que la maltrecha economía de muchas familias obligara a la venta de la preciada madera para su uso en las zonas urbanas, como bien argumentó el profesor Leoncio Afonso Pérez. La mayoría de estas casas están en la Montañeta, que, en ocasiones, figura con la denominación de Las Cabezadas, lugar un poco más alto y que va ganando la relevancia en el barrio, aunque Los Hondos conserve su importancia con las casitas de Josefa "Mora", de Paulino, de José María Fuentes, de Juan Valentín, de Patricio, de Delfina "Husa" y de “Los Gabrielitos” o “Las Grabelitas”, más próximas a la Cueva del Agua, generalmente no superiores a los 50 metros cuadrados, las cuales van ganando terreno frente a las cuevas que poco a poco pierden su condición de casa habitación. Cueva de Agua transformará su fisonomía con la llegada de las remesas de dinero cubano y el regreso de los emigrantes a principios del siglo XX que permite la construcción de casas mayores, algunas de dos pisos, gran parte de las cuales, bien conservadas están ubican en la Montañeta, a lo largo de la actual carretera en la proximidad de la ermita de Nuestra Señora de los Dolores y del estanque de agua. Aún recuerdo aquellas imágenes de la familiar Fidela, una de las últimas personas que vivió en cuevas, como la había hecho su madre María y su abuela Antonia “Rosadera”, cuando me fui del pueblo para continuar mis estudios de bachillerato, en los años sesenta del pasado siglo. En su general economía de subsistencia, “el monte” va ganando terreno y se produce un desplazamiento diario o estacional de las familias, dado el complemento que significan los árboles frutales, los pastos, etc., que al ser zonas más húmedas cobran especial importancia en los veranos. Aislados dentro del aislamiento, Cueva del Agua apenas tiene contacto exterior, salvo con las zonas aledañas de Lomada Grande y Santo Domingo. La mirada religiosa se fija en San Antonio del Monte con su camino definido y transitado por todos los vecinos que allí se acercan varias veces al año. La dependencia de la parroquia nuestra Señora de la Luz marca la otra mirada, pues en Santo Domingo está también el cementerio. Allí se localizan tres molinos de viento y un cuarto en Llano del Negro que van siendo frecuentados cada vez más, sustituyendo a los antiguos molinos caseros de piedra que en el siglo XX pasan a utilizarse solo alguna vez, como sucede con la matazón del cochino, para moler el grano para las morcillas, porque no importa que salga poco triturado. Hemos constatado con referencias orales estos hechos, por lo que podemos remontarnos hasta principios del siglo XIX en los diferentes relatos, que son totalmente coherentes con las limitadas notas históricas que existen sobre Cueva del Agua. La relevancia de un manantial en la zona de costa, donde se cultivaba de secano el trigo y algunas viñas, es una evidencia, dado que permitía agua para consumo de las personas, para abrevar el ganado y para lavar las ropas, según los testimonios orales llegados a nuestros días que describen un tipo de vida que apenas varió durante siglos, como hemos dicho. Allí encuentran vida mujeres, hombres y niños, allí va el ganado y allí las mujeres lavan en las piletas, lavan, conversan y cantan, porque la dureza del trabajo se acompaña con un vitalismo que acerca a la felicidad, en un mundo de creencias que acomoda la persona al medio, sin más interrogantes que los imprescindibles, pues hay que sobrevivir y no queda tiempo para la amargura y la depresión. Al trajín de la Cueva del Agua, vecinos que van y vienen, con sus cabras, ovejas o, alguna vaca o bestia, y sus cestas de ropa, hay que añadir ese recurso inmaterial que es la cultura. No nos deja de causar asombro que más allá de los negocios y contratos, del intercambio de saludos y relatos, tan propios de los lugares de encuentro, hayamos podido constatar la celebración de fiestas, bailes y comidas de hermandad en el interior de la cueva, pero especialmente las representaciones teatrales. Nuestros relatores ríen cuando recuerdan las comedias y no olvidan aquel caso en que doña Juana se levantó airada, diciendo: "vaya poca vergüenza" en el momento en que el actor con un violín se bajó la bragueta y extrajo del interior del pantalón la vara con la cinta para tocar, mientras declamaba bien alto: “aquí está el mejor violinista del mundo". No hubo forma de calmar a la madre de las tres jóvenes, Celedonia, Amparo y Eduviges, que marchó a casa, mientras Braulio seguía representando su personaje. Eran los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo cuando nadie percibía el final de un periodo brillante de una Cueva llena de Historia con ricas historias de sus gentes. En mi estancia en Venezuela en 1990, tuve como guía a Braulio en mi recorrido por diversas tierras del país hermano. Nos despedimos en Mérida con el calor de la acogida y el recuerdo de su Cueva de Agua. Probablemente nunca olvidó su papel como actor en sus recorridos por pueblos y ciudades trasladando su feria de fiesta en fiesta para divertir a niños y mayores. La sangría de la emigración a Cuba tuvo más beneficios que perjuicios para Cueva de Agua, pero a finales de los años cincuenta, el encantador pago no pudo resistir el traslado de sus numerosos hijos a Venezuela, primero, y, luego, a Los Llanos de Aridane, Tenerife y Gran Canaria, la emigración dejo de ser un valor añadido para el pueblo. Al llegar los años setenta del siglo XX, la cueva alegre y benefactora pierde su encanto; primero, la cultura y, luego la natura. Hay agua corriente en las casas y ya nadie acude a la fuente, apenas queda gente para conversar y la cultura se ha ido por mucho tiempo. Solo se acerca por allí Aniceto, tratando de romper el silencio y consolar a las mudas piedras. Cada vez con mayor frecuencia regreso a Garafía, atraído por su naturaleza y su gente, y por esa vuelta a los orígenes tan común, que impulsan los años ganados. Allí el tiempo es otro y las horas no están marcadas por el reloj. Pensativo recorro los caminos y me acerco a tierras cultivadas por mis antepasados, un poco más abajo de la “ermita de Fátima”, a solo treinta metros de la Cueva del Agua, en el sitio llamado “El Cercado” para recorrer otra vez los dos nateros, tantos años olvidados de las papas y el trigo. Entonces vienen a mi mente recuerdos de una infancia cada vez más presente en los que las rocas cobran vida para confundirse con la vida de la gente, con la dinamizadora Basilisa, fallecida hace años en Venezuela, con el primo Honorio que tantas veces me llevó a caballotas, y, con tantos otros, como Antonio “Amalia”, con sus casi cien años, Orestes o Julián, siempre atentos, para precisar los datos, cada vez que les pregunto. Hoy te he recordado con Luciano Orestes García Hernández que fue uno de tus últimos amigos en los años setenta del pasado siglo. Ya sabes que por aquellos lares o te conocen por el nombrete o apodo, por el nombre del padre madre o antepasado más conocido, o por el segundo nombre o por otro nombre, es como si se llevara la contra para evitar el primer nombre con que se fue bautizado, de ahí que Aniceto sea Víctor Pérez García el hijo de Emilia o que hoy sepa que Orestes es Luciano Orestes. ¡Oh gran cueva!, ¡Cueva que regalaste tu nombre al pueblo, ayer con tanta fuerza, hoy tan pobre y abandonada! Ya hace tiempo que Dolores dejó de mirarte día tras día, mientras atenta evitaba que sus hijos pudieran caer por aquellos riscos, y que su esposo Domingo se despidiera de ti para ir al pueblo a dar el nombre del cementerio. Entrañable familia de los “Tatajolas” que vivían en la cueva de arriba. Son muchos los años que han pasado, pero seguro que recuerdas el ajetreo de las manos expertas "ripiando" las piteras para transformarlas en las necesarias sogas en aquella lucha de las plantas para ver quién era más útil en el gran barranco del Atajo, hermanado con barranco de Briesta cuando llega al océano en el Callejoncito. Cuevas para vivir y cuevas para el ganado o para trabajar como la cueva de la brea, no tan importante como la famosa cueva de la brea en el “puerto” de Santo Domingo, cuevas tan cercana a la Cueva del Agua y tan lejana en el tiempo que fueron progresivamente sustituidas por las casitas terreras. Llevas tiempo sola, recordando el diario bullicio de la gente que te visitaba o que te saludaba de lejos. Ya no está el pastor que lanzaba con precisión la piedra a los cornicales para que las cabras no abusaran de su dosis proporcionada y se pusieran tontorronas, ni las manos expertas de las bordadoras moviendo la aguja para convertir las telas en obras de arte, mientras vigilaban las cabras o las ovejas en número mayor o menor, según fuera la economía familiar. Ya nadie recoge las amapolas que emborrachan para que los cochinos se alegren un poco y las vinagreras hace tiempo que no ven a los del otro reino por allí. Las tuneras, los cardones, y algunas tederas quieren hablar y no pueden al quedar mudas por el abandono, mientras los pinos “arrumbados” a poniente han dejado de llorar. Pero todavía hay un hilo de esperanza que te puede hacer sonreír de nuevo. Con un poco de cuidado y mimo volverás a tus fueros y ello es posible ahora. Hoy ha llegado una nueva generación con mayor sensibilidad respecto a la naturaleza, que sin duda alguna empujará las actuaciones que permitan vencer tu soledad. Nuevos moradores naturistas llegan a las cuevas abandonadas sin conexión con el vecindario. Ahora es el momento de lograr esa conjunción de natura y cultura que te dio la vida que tú, al mismo tiempo, regalabas con el agua siempre manando. Ahora es la hora de aunar esfuerzos, primero, de limpiar la Cueva y de acondicionar su interior con la mínima alteración posible, y, en segundo lugar, de facilitar su acceso reparando el corto camino desde la pista que llega a pocos metros, colocando paneles informativos que permitan conocer al visitante tu naturaleza y la cultura que encierras. Este es un buen momento para que los distintos responsables públicos adopten medidas que permitan pasar de los deseos a la realidad, en el marco de acertadas iniciativas que vienen realizándose en Garafía en los últimos años. Pero Garafía sola no puede y por eso debe solicitar la ayuda solidaria de toda Canarias que permita conservar un patrimonio, y unos valores etnográficos, desgraciadamente perdidos en otras partes. Este es un momento de encuentro de garafianos y de foráneos que llegan atraídos por el embrujo de la “más quebrada áspera tierra del mundo” en palabras del obispo Cámara Murga, recogidas por Régulo, para sumar los esfuerzos que revitalicen la Cueva del Agua en Cueva del Agua o Cueva de Agua. Manuel de Los Reyes Hernández Sánchez, 7 de julio de 2020, año de la pandemia. En las grandes empresas necesitamos al profesional competente, al hombre prudente de la palabra medida y precisa, al analista de rigor. Cuando de repente la vida cambia y descubrimos más claramente la debilidad de la existencia por la enfermedad grave que aparece sigilosa, pocas cosas deben ser más confortables para la persona madura que escuchar las palabras certeras del buen hematólogo, que no ocultan la realidad, pero que fijan las posibilidades de éxito en el enfrentamiento a la misma con el duro tratamiento de vanguardia. Es una dicha encontrar el centro apropiado, el eficiente equipo y la persona justa en el momento clave, y esa es la suerte que, una vez más, tuve cuando acudí al centro médico oncológico Clara Campal, Hospital Universitario Sanchinarro, y me entrevisté con el doctor Pérez de Oteyza, aquel 29 de septiembre de 2008. Hombre de pocas palabras, serio y preciso, Jaime Pérez de Oteyza, es el ejemplo del buen hacer que puede manifestarse, cuando el mundo en que vivimos cambia de repente, porque la posibilidad de padecer un cáncer acelera su camino y se acerca a la certeza de sufrir el mismo, para alcanzar el momento en que la palabra del médico especialista rompe los buenos deseos de la familia y los amigos. El lenguaje almibarado que se justificaría en la tierna infancia o en la senectud no es el apropiado para la mujer o el hombre que debe enfrentarse a la dura batalla que le espera, de confirmarse la impresión de las primeras consultas. Se impone la verdad del diagnóstico y la necesidad de acertar en la comunicación lacónica y diáfana. La imprescindible claridad no impide la elocuencia del silencio en el instante en que se confirma lo peor de los confusos y confundidos pensamientos. Jaime Pérez de Oteyza añade, a su doctorado en el saber hematológico, la maestría en el trato con su sencillez y cercanía. Personalmente agradezco esa manera de hablar, aunque el momento sea impactante, porque lo que importa, a partir de ese instante y del buen diagnóstico, es la lucha personal, por un lado, y científica y profesional, por otro, para vencer a la enfermedad. Es indudable que un hombre solo no es suficiente, pero tampoco basta que exista un buen centro y un gran equipo si no contamos con el hombre. Es en esta conjunción de centro, equipo y hombre donde yo tuve la gran ventura de caer. Centro de excelencia Clara Campal, denominado así en honor de la madre del fundador Juan Abarca Campal, y acondicionado para los fines oncológicos perseguidos, de la mano de la familia Abarca, insertado en HM Hospitales, cuyo presidente en la actualidad es el doctor Juan Abarca Cidón. Hospital de reconocimiento general, premiado como “Hospital privado con mejor gestión” el año 2017. Equipo eficiente desde el primer contacto telefónico y la recepción hasta la salida, con un gran plan organizativo, y con una atención destacable, en la que los nombres propios cansarían al lector, por lo que me atrevo a compendiar en las dos enfermeras que marcaron la excelencia en mis estancias, Sandra y Ana. La organización y el trabajo en equipo se tornan esenciales, generalmente, en los complejos cometidos de cualquier entidad. En este caso, la grata impresión recibida el primer día que ingresé para el tratamiento de la enfermedad, nada más traspasar la puerta general por parte de todo el personal, con la carpeta de información entregada, los exámenes médicos, las intervenciones e incluso la visita de un coordinador o inspector, comprobando que todo funcionaba bien, con explicaciones detalladas de todo el proceso, me dio fuerza y seguridad en la batalla que se iniciaba. Pensé un momento que querían enviarme al espacio, pues no esperaba que en un solo día pudiera conocer y ser tratado por nueve médicos y numerosos sanitarios y personal del servicio que hoy siguen grabados en mi memoria. El buen equipo hace más grande al centro y eso ocurrió en esa fecha y durante una década en la que he mantenido contacto con el citado hospital. Hombre excepcional en su saber y en su trato, Pérez de Oteyza es una pieza clave en esa conjunción de la que hemos hablado, centro, equipo, hombre. Es indudable que él encierra el nombre de otros, de su compañero, el doctor Cubillo, de su ayudante, el doctor Belmonte, de sus alumnos acompañantes, en ocasiones, y tantos otros que no es necesario enumerar. Sin Pérez de Oteyza, probablemente estas líneas no se podrían escribir, diez años después de la recidiva, y doce del dramático momento personal del primer diagnóstico; y su acción no hubiera tenido éxito, sin todo el gran equipo, como hemos dicho, y sin el excelente centro oncológico donde realiza su labor. Me gustaría que este escrito, en primer lugar, sea expresión de gratitud, y, en segundo término, un mensaje de aliento que alimente la esperanza de quienes hayan sido alcanzado por la enfermedad. Los grandes médicos suelen serlo, cuando además de saber tratar al paciente dedican la mitad de su tiempo a la investigación. Premio extraordinario del doctorado con ampliación de estudios en el extranjero, especialmente en Boston, y con largo ejercicio profesional en el hospital “Ramón y Cajal”, Jaime Pérez de Oteyza cumple esta condición, de médico e investigador. Actualmente es el director del departamento de Hematología y Oncohematología del Grupo HM Hospitales en Madrid, dirige el programa de trasplante hematopoyético y los programas de docencia, formación e investigación en Hematología. Su formación académica con su tesis “Autotrasplante de Médula ósea en la Leucemia linfoblástica aguda” y su excelente carrera profesional desde el primer momento en que colaboró en el primer trasplante de médula que se realizó en España no han sido ajenas a los continuos éxitos logrados todos estos años en uno de los mejores centros sanitarios de España y de Europa. La conjunción de dos profesiones en una, y el enorme esfuerzo personal que requiere su eficiente ejercicio médico deben figurar en el más alto rango de consideración social y valoración económica de todo país que se considere avanzado. Si en cierto momento parecía que España había dejado de la mano la unamuniana frase “que inventen ellos” y que se daba un gran salto en la investigación en general, el nivel de la misma y su valoración real, en nuestros días, no se corresponde con la posición económica internacional que ocupa el país. Hoy no podemos contentarnos con que no estén mal consideradas estas profesiones, con unos sueldos y salarios iguales y, a veces, menores a los correspondientes de los demás campos profesionales. Es necesario romper ese nudo que atenaza la investigación y retribuir lo mejor posible a quien se entrega a ella, en general, y, particularmente en la sanidad, a quien dedica su vida a salvar la vida de los demás. Esta sociedad y cada uno de nosotros estamos en deuda con las personas que prácticamente entregan su vida a la Ciencia. Los limitados descuentos de mi nómina durante años no alcanzarían para dar la entrada de un servicio de tan alta calidad. Nunca podré pagar las horas dedicadas por un cualificado profesional, porque no hay paga posible para quien, un viernes por la tarde, en pleno verano, con la celebración del mundial de futbol, el año 2010, de tan buen recuerdo para los españoles, en los últimos encuentros de las selecciones nacionales, en el mes de julio, se sea o no deportista, dedica cinco horas a un paciente al que se realiza un trasplante de médula, hablando de sanidad y educación. El buen médico también descubre el tema de interés en la larga conversación con el paciente. Inolvidable viernes del mes de julio de 2010, por la tarde, cuando la gente sale a la calle y pasea con el calor que va cediendo en el transcurso de las horas, en medio del mayor bullicio, impuesto por el campeonato mundial de futbol, conforme a la traducción que hace la televisión que yo veo a temperatura constante, mientras mis células madre salen de mi cuerpo para ser llevadas al lugar del frío, y ser sumergidas en nitrógeno líquido a menos 196 grados centígrados. Pero no salen solas ni se van por su cuenta. La ciencia con el esfuerzo investigador acumulado por quienes restan horas al paseo lucha para que la vida continúe en quien quiere vivir, con resultado incierto, pues el cáncer es doblegado unas veces y se resiste otras. Ese día un hombre, el doctor Pérez de Oteyza conjugó en su persona el saber acumulado, la larga investigación, la maestría y el arte en el oficio, añadiendo la atención personal con su presencia durante las horas que duró el proceso, transmitiendo la seguridad fundamental para el paciente. Nunca he olvidado ni olvidaré al médico, al investigador, que con esa conjunción logra la excelencia. Esas horas no tienen precio, ni se pueden pagar, como he dicho, son las horas de la vida, son las horas en que el alma se escapa en una bolsa para regresar después, si hay una mano que guía. Este fue mi caso y así otros muchos. No es suficiente reconocerlo y dar las gracias, es necesario que quienes hemos estado en el frente difundamos los hechos, y contribuyamos en el tiempo de prórroga, en los años regalados, para que se ponga, en primer lugar, el desarrollo científico, empujando con fuerza a fin de que aumente la inversión pública en investigación para que se premie la excelencia, para que la sanidad cuento con más medios. Será un grano o unos granos de conciencia, pero podemos hacer que se multipliquen, de modo que no solo las autoridades adopten medidas al respeto, sino también que los ciudadanos alteremos el campo de valores reinante para que el nombre de nuestros investigadores, de los expertos, de los trabajadores eficientes sean más conocidos, más considerados y mejor pagados. Pérez de Oteyza, además de médico e investigador, es profesor, y yo toda la vida he sido un profesor que con él se convirtió en un atento alumno ocasional, además de un fiel paciente que siguió las directrices dadas, con plena confianza en su persona. Pronto pensé que esa impresión y esa experiencia no debería quedar encerrada en mí y que un día, más temprano o más tarde, debería ser compartida en justo homenaje a la alta cualificación del médico investigador y ejemplar profesor. Aquí está la razón de la publicación de esta página y de que tanta alabanza verbal quede ahora por escrito, haciendo caso al adagio latino “verba volant, scripta manent”. En términos comerciales no es rentable, generalmente, dar el salto de la calidad a la excelencia, pues el incremento de lo bueno se puede conseguir con cierta facilidad sin que repercuta demasiado en el precio, mientras que lograr la excelencia requiere un gran salto en el esfuerzo y por tanto en el costo. Cada vez más contamos con buenos servicios y bienes en las sociedades avanzadas, pero a pocos podemos dar la calificación de excelencia. No obstante, el desarrollo tecnológico y la precisión lograda por medios electrónicos y de inteligencia artificial puede variar la relación entre la calidad y la excelencia. En el campo de la sanidad el logro de la excelencia se traduce en vidas y la vida no tiene precio. Es necesario dedicar enormes recursos para contar con médicos y hospitales excelentes que permitan dar un salto cualitativo en el sistema sanitario de un país, si queremos hacer la apuesta por la vida a la que la enfermedad quiere cerrar la puerta. La búsqueda del camino de la excelencia, en general, y, en particular, en la sanidad implica un gran desarrollo de la investigación, la formación de los especialistas médicos, la docencia, y la inversión material en centros y productos con la adecuada coordinación, y en ese reto no es posible obviar iniciativas ni excluir sectores sin empobrecer el sistema y por tanto perder la excelencia. Luchar por la excelencia del sistema sanitario público, que en el Estado del bienestar europeo ha sido una constante, requiere, al mismo tiempo, el acogimiento de las iniciativas privadas que luchen en la misma línea como complemento del sistema público. Cuando en un momento de la vida, el cáncer se acerca sigilosamente, y con sorpresa compruebas que todo puede acabarse en muy poco tiempo, encontrar al médico de la excelencia, puede permitir que se dé el gran salto que separa la muerte segura de la vida. Un cúmulo de desaciertos en un hospital, difícilmente justificables, que ahora no es el momento de analizar, me inclinaron a buscar otro centro, animado por el mensaje de la amistad y el aprecio de una gran compañera, que me facilitó la referencia del Centro Oncológico Clara Campal. Hoy ella me mira desde la otra orilla mientras recibe mi abrazo de la eterna gratitud. Viajé a Madrid y llegué al señalado hospital para encontrar a aquel doctor de la palabra medida, de la información precisa, que con la claridad imprescindible produjo el efecto de seguridad tan necesario para iniciar la dura lucha que se avecinaba contra el linfoma folicular, no Hodking. Estas semanas me han hecho recordar, con mayor intensidad, aquel día de 2008 en el que la innombrable enfermedad tocó a mi puerta, y la lucha emprendida entonces con la legión de aliados que empujaron con fuerza para vencer al indomable enemigo: la familia, los entrañables e inolvidables compañeros, el hospital de vanguardia, Centro Oncológico Clara Campal de Madrid, el equipo médico, sanitario y de asistencia y la aportación esencial, básica y fundamental del doctor Jaime Pérez de Oteyza. De esa lucha se pueden y deben olvidar diferentes episodios para despejar las salas del recuerdo, pero no es posible omitir en el relato el aliento de aquellos nombres que llegaron cuando estaba internado en el señalado centro, como ocurrió el 4 de octubre de 2008, cuando el amigo al amigo trajo. Hoy sigo agradeciendo a José María Brito Pérez, médico cirujano vascular de prestigio internacional aquella visita. Como ya he dicho en otra ocasión, en la brega saqué fuerza de flaqueza y luché enconadamente con la guía de dos pensamientos fijos: "¿por qué no me iba a tocar a mí?" y "menos mal que fui yo el golpeado y no mis hijos". La primera frase citada no es original, se la había oído al campeón olímpico en Sapporo, Paquito Fernández Ochoa, fallecido más tarde, poco después de su última entrevista en televisión, víctima de un cáncer linfático. Para que me realizaran la tomografía por emisión de positrones, PET, y otras pruebas e intervenciones, tuve que desplazarme a Madrid en varias ocasiones. La carencia de medios en Tenerife no facilitaba la labor de los buenos especialistas de nuestra tierra. Hoy las cosas han cambiado en las Islas Canarias y se cuenta con una mejor dotación de instrumentos, pero siguen faltando recursos básicos para los tratamientos que nuestros médicos especialistas pueden hacer en este archipiélago, tan cerca y tan alejado de la capital de España. No es de extrañar que se levantaran voces airadas de pacientes, reclamando, el año 2019, la instalación del ciclotrón, el acelerador de partículas, que evite la dependencia diaria del radiofármaco, FDG, que tiene que llegar en el primer vuelo de Madrid a Tenerife, sobre las diez horas, si el tiempo no lo impide, la empresa transportista lo gestiona bien y el piloto lo permite, para su rápida utilización dada su caducidad en horas. El duro oído de los responsables no permite escuchar demasiadas veces el lamento del ciudadano paciente que no puede comprender el lento caminar de la máquina administrativa para no depender de Madrid, cuando se tiene que recibir un tratamiento oncológico complejo. La autoridad pública no puede ser tan lenta ni permitir interés bastardo alguno que entorpezca medidas de beneficio general. No es admisible la doble lucha, contra la enfermedad y contra la burocracia, cuando el enemigo es el cáncer. La carabela que trae el ciclotrón a Canarias salió el año 2010 del puerto prometedor, batida por los vientos favorables de nuestros médicos especialistas, pero no tenemos la menor duda de que los huracanes del mal, de la desidia y de la incompetencia la han alejado de su cambiado destino, evitando su atraque en el inicialmente previsto muelle canario, diez años después. Por ello es necesario que la sensibilidad con la buena Sanidad crezca y que los recursos destinados a la misma sean cada vez mayores, incluso en estos momentos de la gran crisis, priorizando este destino sobre otros. En esta brega es necesario sumar fuerzas, acogiendo las más diversas iniciativas, cuando vienen marcadas por la calidad o la excelencia, indudablemente controlando el erario cuando de lo público se trate. Sigamos el ejemplo de la buena gestión, del coordinado trabajo en equipo y descubramos a los hombres que como Pérez de Oteyza marcan la razón del camino, pues también aquí y en otros lugares será posible dar el paso de la calidad a la excelencia en diversos centros de nuestro sistema sanitario. A este país le hace más falta la confluencia de voluntades inteligentes dispares que el cainita enfrentamiento de los mediocres y de los demagogos. Este duro momento de la pandemia puede ser la ocasión en que se imponga la voluntad colectiva, que se aparten las fuerzas de la dispersión, que cada grupo busque el encuentro con sus contrincantes, al menos en el tema de interés general de la Sanidad, de una sanidad pública y privada frente al mal común. No se puede perder energías más allá del debate necesario para mejorar el sistema, porque uno de los temas que más importa, en general, y en España, concretamente ahora, es la sanidad de calidad, en un andar sin pausa hacia la excelencia. Este puede ser el momento. Manuel de Los Reyes Hernández Sánchez, 4 de junio de 2020, año de la pandemia. DE LA LEYENDA NEGRA A LA INCOLORA ESTUPIDEZ. LA GRANDEZA DE COLÓN Y DE FRAY JUNÍPERO SERRA.22/6/2020 Decapitar una estatua de Colón o derribar otra de fray Junípero Serra, en una orquestada reacción de marcado sentido político e ideológico, alcanza una gravedad mayor que el deplorable acto de una turba que nunca sabe lo que hace ni que camino sigue. Si Colón fue un genocida, ¿qué título tendremos que darle a Albert Einstein? ¿Debemos considerar que la bomba atómica no ha ocasionado ningún muerto? Si el valiente navegante fue el primer responsable de un genocidio, ¿por qué USA permitió a Wernher Magnus von Braun que colocara un hombre en La Luna? ¿Será pacífica la ocupación de los espacios siderales? ¿Seguro que los alienígenas esperan tranquilos a la legión de ufólogos con los tratados de paz universal en la mano? Que el gringo retire la estatua del gran descubridor en Los Ángeles es lamentable, que le den argumentos algunos incultos hispanos con inexplicable odio a los suyos, es incomprensible, pero que el germen de la deformación histórica esté entre nosotros, tratando de medrar con la vil espada de don Julián o la mitra de Oppas, es ignominioso. Otra vez ríe la pérfida Albión y sus herederos para aplaudir a los que barrieron pueblos y pueblos de lo que hoy es tierra de yanquis. Y lo peor de todo es que, en nuestros lares, una conjunción de traidores, desagradecidos, ignorantes y dominadores pretendan dar lecciones de moral, navaja en mano, tratando de dar la puñalada trapera, una vez más al conocimiento, a la Ciencia, al Descubrimiento, sin distinguir a los auténticos criminales de los grandes hombres, como fray Junípero Serra y Cristóbal Colón, que con más aciertos que errores, contribuyeron el progreso general, y que, en modo alguno, pueden ser considerados ajenos a su contexto y a su tiempo. El examen del pasado es imprescindible, pero no se puede hacer, trasladando a aquellos tiempos la sensibilidad de nuestros días. Ni ucronía ni juicios a la Historia, sencillamente Historia. Podemos aprender del pasado para construir un futuro mejor, siguiendo al gran Marco Tulio Cicerón en su “De Oratore”: Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis, qua voce alia, nisi oratoria immortalitati commendatu? No viene mal un poco menos de ética protestante y un poco más de sentido común. Manuel de Los Reyes Hernández Sánchez. Tegueste, a 22 de junio de 2020, año de la pandemia. Una nueva Ley de Educación por el mismo camino.
En el lejano año 1970 comenzó mi interés por la legislación escolar y desde entonces no cabe el respiro normativo en este campo esencial para toda la sociedad en nuestro país. Vengan leyes y vayan reglamentos sin que haya perspectiva del necesario pacto escolar. Esto aquí es así. Ante esta realidad no viene mal un repaso normativo, imprescindible en los técnicos que redactan los textos y aconsejable en los encargados de aplicarlos, especialmente inspectores de educación y directores de centros docentes. En la elaboración de la nueva ley sería deseable que se evitaran errores del pasado y en su aplicación es aconsejable un buen conocimiento de la misma, y de las disposiciones que la desarrollen. El complemento de una perspectiva histórica no es un lujo para los cualificados altos profesionales, antes señalados. Por ello añadimos al comentario publicado sobre la LOE, en esta página, la compilación del sistema educativo español, hecha con el recordado compañero Luis Pérez Martín, con motivo de la publicación de la LOCE el año 2002. San Antonio es Garafía y más que Garafía, pues nuestro San Antonio del Monte es también San Antonio de Padua y San Antonio de Lisboa, Doctor de la Iglesia Universal, justo merecedor del respecto transmitido generación tras generación, y base de la conexión de un pueblo lejano y alejado mucho tiempo de la cultura exterior. Garafía es un territorio y un pueblo. Su quebrada geografía, marcada por tablados, barrancos y montañas no es ajena al carácter de los garafianos, pero será su historia, con fuerte influencia portuguesa, la que permitirá a Garafía mantener una destacada singularidad, a la que no es ajeno su aislamiento y abandono, especialmente, en las últimas décadas. En estas coordenadas geográficas e históricas será San Antonio del Monte el punto fundamental de la identidad del pueblo garafiano, más allá de las creencias individuales o colectivas, de modo que, por encima de todo, San Antonio constituye un patrimonio común de Garafía, extendiendo su proyección tras el barranco de Franceses por el este y de Izcagua por el oeste. Por esta razón no es conveniente que la disputa política partidista entre en el campo religioso, por un lado, o en el superior valor cultural y afectivo común de los garafianos, por otro. Garafía necesita la ayuda y la solidaridad del resto de Canarias en su recuperación económica y social, brindando a cambio una naturaleza exuberante y unos valores etnográficos, desgraciadamente perdidos en muchos lugares. Es bueno que Garafía sea noticia: por recuperar los molinos de viento, por las actividades en las estaciones rupestres de la Zarza y la Zarcita, por el perro pastor garafiano, por el potaje de trigo y el vino de tea; y sobre todo por San Antonio del Monte, y su gran fiesta cada 13 de junio, con su famosa feria de ganado, el agudo verbo de los verseadores y sus casetas enramadas. Ahí debemos estar todos sumando. El buen trabajo no se puede empañar con actuaciones desacertadas, como la ocurrida en esta última celebración de San Antonio, y no conviene olvidar que la prensa que ayuda no es siempre ajena a la venta de los lamentables hechos que convierte en estropicios, llamando la atención del común, que con mayor facilidad se fija en lo negativo. La rápida reacción del alcalde del municipio lamentando la imprevista procesión, un tanto alegre e ingenua, pero ajena a la malicia, sin que algunos calcularan el efecto perjudicial para Garafía, deberá ser correspondida con la generosa disculpa de todos los afectados, especialmente por los representantes públicos y, en modo alguno, puede ser objeto de la controversia política. Los garafianos no nos podemos permitir el lujo de alimentar el cotilleo periodístico que echa por tierra la buena labor realizada los últimos tiempos para dar voz a Garafía. Ahora necesitamos que "El Festival de la Palabra" se proyecte todo el año y que el buen periodista nos tienda su mano para recuperar este canto de la Isla de La Palma. Toca ser generosos y alejar a San Antonio del debate político partidista. Caer en el mismo sería un grave error que el santo perdonará, sin duda alguna, pero que los garafianos difícilmente podrían olvidar. Larga vida, armonía y buen hacer para el cantón de Tagalguen con San Antonio del Monte. Manuel de Los Reyes Hernández Sánchez, 17 de junio de 2020, año de la pandemia. La apertura de una pista forestal, en 1959, permitiendo la conexión exterior de Garafía por carretera, y el establecimiento de una línea de transporte diario desde Santo Domingo hasta Santa Cruz de La Palma, facilitó la salida de los garafianos y la llegada de otros palmeros por razones comerciales, familiares o de conocimiento del lugar, más que por motivos turísticos, durante dos décadas. Desde el punto de vista demográfico y económico, Garafía, en lugar de avanzar, retrocedió, como muy bien ha expuesto nuestro hermano y tío, Gonzalo Hernández Sánchez, en su libro “La Isla Amputada”. En 1950 la Villa de Garafía alcanza la cifra de 5.196 habitantes, exponente de una de las décadas de mayor actividad económica, en el marco de la autarquía nacional y de la pobreza generalizada, al ser, probablemente, el municipio de La Palma al que menos afectó la postguerra, para pronto entrar en la mencionada decadencia con una emigración masiva, de modo que, en el año 2011, la población se reduce a 1.707, camino de los 1.527 habitantes, que reseñara nuestro gran historiador Viera y Clavijo para 1776. En su libro “Miscelánea de temas canarios” y en las conversaciones mantenidas con el profesor Leoncio Afonso Pérez, el geógrafo mejor conocedor de Garafía, fallecido en 2017, con casi 100 años, se pone de manifiesto la precaria situación del campesinado en la zona que, según B. Carballo Wangüemert, se albergaba en las cuevas de los barrancos hacia 1862. Pocas familias vivían en estas condiciones en la fecha de 1959, que hemos tomado por referencia, aunque la vida del campo seguía siendo muy dura, pero las cuevas, abandonadas progresivamente durante un siglo, han sido ocupadas por nuevos moradores foráneos, que en Garafía son conocidos como “los hippies”. No obstante, con frecuencia, un mismo territorio ofrece contrastes significativos y diferencias marcadas entre los moradores, “riqueza” y pobreza, y ello ha sucedido en Garafía, desde el siglo XVI, como ponen de relieve los estudios realizados, superando la contradicción en la que se podría caer en una primera visión. La estadística de Tabalosos en 1776 nos ofrece datos interesantes sobre la producción de cereales en Canarias. La Palma junto con Fuerteventura eran excedentarias y destacaba la producción de trigo en Garafía y Puntallana, con exportaciones a otras islas, y al exterior de forma clandestina, en los siglos XVII y XVIII. Respecto a los cereales las mejores tierras se dedicaban al trigo, mientras la cebada de ciclo más corto y menor exigencia de humedad ocupaba zonas más bajas, y el centeno los terrenos más pedregosos. El millo siempre tuvo menor relevancia en los cultivos del municipio. El trigo de Garafía era, con el de Puntallana, el más relevante de La Palma. Téngase presente que en las respuestas a los mandatos del rey Felipe II, sobre la rendición de cuentas de las diócesis, la mitad del diezmo procedía de cereales en las islas Canarias, salvo la Gomera y El Hierro. La Palma, en el siglo XVI, figura con acarretos de trigo de Garafía y Puntallana, donde se conserva el topónimo “Puerto del Trigo”. Para conocer con detalle la producción, comercio y consumo de los cereales en Garafía y otros productos alimenticios, nos remitimos a la obra de Pilar Cabrera Pombrol “El gofio y el pan en Garafía”. Pocos estudios sobre estos estos temas se han hecho, en los municipios canarios, con tal cantidad de datos y con tanto rigor académico. La importancia y la variedad de los cereales en la zona permiten deducir que la práctica familiar de elaboración del potaje de trigo se remonte a estas fechas, aunque la carencia de estudios gastronómicos no permitan afirmarlo con total seguridad. La conservación de la sopa de trigo como especialidad típica de cocina en Madeira, con ciertas similitudes, y la aportación de Antonio de Abreu Javier, en su libro “Con Portugal en la maleta”, que recoge, como uno de los platos de los portugueses en Venezuela, el potaje de trigo, muestra de cierta tradición familiar, permiten deducir que el mismo, probablemente, se trajo a Garafía por los portugueses que allí se asentaron, o se adaptó a aquel medio, en el marco de una profunda huella, dejada en la lengua y las costumbres, como han puesto de relieve Pérez Vidal, y Juan Régulo Pérez, entre otras obras, en “Garafía y su ilustre historia”. No olvidemos el fervor popular en torno a San Antonio del Monte, el San Antonio de Padua, que no es otro que el San Antonio de Lisboa, y que los registros parroquiales en la iglesia de Nuestra Señora de la Luz en Santo Domingo están escritos en portugués durante un largo periodo, entre los siglos XVI y XVII. El gran humanista Gaspar de Frutuoso, a finales del siglo XVI, en “Saudades da Terra” señala diversos datos de La Palma y, específicamente, de Garafía, lugar llamado “aifaraga” por los aborígenes con el significado de rancho o morada; y hablando del trigo, dice “que en esta parte hay mucho y bueno”. Las tierras de Juan Dalid (Juan Adalid), Garafía, Santo Domingo y Cueva del Agua y La Luz, pobladas por 200 vecinos, eran de pan llevar y algunas viñas. Respecto a la alimentación de los palmeros detalla que se nutrían con gofio de trigo y cebada, amasado con aceite, miel y leche, y “comen con la carne tan asada que casi la queman; y con la cocida, mal cocida, bebiendo dos partes de leche y una de agua mezcladas que ellos llaman beberaje, dos veces al día”. La publicación sobre las descripciones de Gaspar Frutuoso, por nuestro amigo, el profesor Pedro Nolasco Leal Cruz, ha permitido la mayor difusión de la importante obra del culto sacerdote, cronista e historiador que recorrió Canarias entre 1563 y 1564. Si algunos herederos de los “ricos portugueses”, de los que hablaba Gaspar de Frutuoso, asentados en el actual Santo Domingo, podían vivir con cierto desahogo, la mayoría de la población, como se ha comentado, pervivía en la pobreza, de ahí que los “bollos de helecho” fueran un alimento común, como bien señalan nuestros apreciados paisanos, los profesores Tomás Orribo Rodríguez y Néstor Rodríguez Martín, en su obra “Del lugar de Tagalguen”, citando un texto de Enrique A Tessier de 1796. Frente a ello un buen plato de potaje de trigo se constituiría en una comida especial para algunas familias, y es muy probable que se convirtiera en el plato habitual para los más pudientes y, cada vez, en mayor grado, para un número superior de familias, desde mediados del siglo XIX. Uno de los tres puntos de más trasiego en el término municipal de Garafía, a partir de 1959, fue Roque del Faro, que, con el habitual acortamiento popular de palabras, la gente decía “Roquelfaro”. El bar “Reyes” se constituye en una de las paradas de la guagua en su largo trayecto, y en lugar de conversas y comidas, tratos y negocios, adquiriendo fama en el campo gastronómico por su carne de cabra y su potaje de trigo, desplazando el negocio del bar, primero, y del restaurante, luego, a la tienda de ropa originaria, uno de los puntos de venta de tejido más importantes de Garafía. En los años sesenta, dada las distancias y el tiempo que se empleaba en el trayecto, unas cinco horas, varios estudiantes de Garafía, se trasladan a Santa Cruz de La Palma, donde estaba el único instituto de la isla, ante la imposibilidad de realizar viajes de ida y vuelta diarios. Algunos de ellos vivirán en la década de los setenta en Tenerife continuando sus estudio. La mayoría no regresará para residir con carácter permanente en su pueblo natal, pero serán embajadores del mismo, y testigos de la fama del potaje de trigo garafiano que es celebrado con carácter general. La calidad de los productos es determinante de la buena cocina popular, que se redondea en el arte culinario con sabores logrados por la experiencia acumulada por los mayores. Es así como un sencillo potaje de trigo adquiere fama. Si al trigo blanco o pelón de la zona, cultivado especialmente en las tierras altas como Llano Negro, El Colmenero, Hoya Grande, etc., se añada la col abierta o col de monte y los demás productos cosechados en zonas de una naturaleza, relativamente, pródiga, utilizando el carbón o la leña, particularmente de brezo, almendrero y, a veces, falla, nos explicaremos la fama lograda entonces y mantenida después, cuando a partir de los años ochenta aumentan los visitantes del resto de las islas y los turistas. Hoy el mejor restaurante, heredero de aquella rica tradición, en Garafía, es sin duda alguna “Briesta”, que precisamente logró salir adelante después de vencer numerosos obstáculos en sus inicios, en la década de los ochenta del pasado siglo, para pasar de un simple quiosco a un restaurante de calidad el año 1990. El tesón de Coro y su marido Antonio merecen un expreso reconocimiento. Ya en 1992 la calidad del lugar era muy reconocida y de ella fueron testigos todos los inspectores de educación de Canarias y los ponentes de las “Terceras Jornadas de Inspección”, desplazados desde Madrid, que no han dejado de ensalzar todos estos años aquel famoso potaje de trigo, que entonces degustaron. Nuestra madre y abuela, Ignacia Teodomira Sánchez Rodríguez, que tanto aprendiera con su admirada maestra Araceli Pombrol, siempre insistía en que se había desvirtuado el potaje de trigo y que no le pusiéramos zanahorias si queríamos comer un potaje de esa clase, como nuestros antepasados, por la sencilla razón de que esta hortaliza era desconocida en la zona, concretamente en Cueva del Agua, y en Santo Domingo donde ella vivió en aquellos tiempos. Su cultivo aparecerá a partir de la década de los cincuenta del pasado siglo en zonas húmedas, muy limitadamente. El potaje lo hacía igual que su madre Angelina, la cual siguió las indicaciones de su padre, Francisco Rodríguez Medina, “Pancho Lidia”, hijo de nuestros tatarabuelos y trastatarabuelos, Francisco Rodríguez Pérez y Josefa Medina Rodríguez, pues, aunque en la época la cocina era cosa de mujeres, con carácter general, su esposa falleció muy joven y tuvo que suplir algunas de sus labores. Pocos garafianos pueden hablar de él, en la actualidad, sin embargo, Antonio “Amalia”, natural de Cueva del Agua, y que vive como muchos garafianos en Los Llanos de Aridane, nos ha trazado el retrato de Pancho “Lidia”. Además, nos ha precisado las costumbres y la gastronomía de los años veinte del siglo pasado. En el mismo sentido cuenta el testimonio de doña Emiliana que falleció tan solo hace unos meses, habiendo cumplido los cien años. Con Emiliana Pérez Pérez se apagó una de las voces que más detalles conocía de Garafía antes de la Guerra Civil, con total precisión de los hechos. Su sobrino Sergio Rodríguez Pérez en El Bailadero, cerca de Hoya Grande, sigue conservando el cultivo de este apreciado tipo de trigo, especial para el potaje. Vamos perdiendo testigos de aquel pasado por la finitud de los humanos, de ahí la importancia de recabar datos de los más viejos del lugar, como se ha hecho al consultar a su esposo don Guillermo Sánchez, que también se acerca al siglo, y que nos ha corroborado los datos respecto a la receta que más abajo se reseña. Guillermo es primo hermano de Ignacia Teodomira, pero vivía en la zona alta en La Traviesita, cerca de Llano Negro, hasta que emigró, como tantos garafianos, a Venezuela. Regresó, muchos años después, a La Laguna donde residían su mujer y sus hijos. De acuerdo con los relatos de doña Angelina, como era conocida en el barrio, nacida en 1898, y de la información procedente de su abuela, que había sido panadera de Cueva del Agua, podemos afirmar que al menos hablamos del mismo potaje de trigo desde mediados del siglo XIX, bien diferenciado de los caldos o sopas de trigo mote o pelado de Perú, de trigo entero en México o la sopa de trigo almeriense. Degustemos el potaje de trigo elaborado según receta de Ignacia Teodomira, para cinco o seis personas.
No cabe utilizar un trigo cualquiera sin estas características.
El fuego debe ser medio o bajo, durante unos 50 o 60 minutos, como mínimo. Se apagará, cuando con facilidad el tenedor pueda penetrar en las papas y la carne, momento en que el trigo debe estar “reventado”. Dado que el tocino se guisa normalmente antes que las costillas, se puede apartar y se coloca de nuevo, cuando aquellas estén hechas. Lo mismo se puede hacer con las papas si se prefieren más enteras. También se puede añadir una piña de millo troceado en dos o tres partes, antes de colocar las costillas. Este ingrediente se convirtió en básico con el tiempo y así se ha constatado desde los años cuarenta del pasado siglo, pero en muchas casas de Garafía, en aquella época, no estaba disponible, ni era un cereal tan abundante como el trigo, la cebada o el centeno, entre otros. Al no existir regadío el millo solo se cosechaba en terrenos más húmedos como sucedía en la zona de Los Guanches, próxima a San Antonio del Monte, en Las Varas”, por ejemplo, y se sembraba intercalado o salteado con las llamadas papas de Todos los Santos, entre junio-julio y noviembre. Las papas en los años cuarenta o cincuenta del siglo XX que más se utilizaban eran las “malgaras” y la “Buena Moza” o las bonitas de entonces, que eran blancas con los ojitos rosados, diferentes de las que llevan el mismo nombre actualmente. Buen provecho. Manuel de Los Reyes Hernández Fernández y Manuel de los Reyes Hernández Sánchez. Radazul, el Rosario, Tenerife, a 4 de junio de 2020. Degustar un buen plato de carne de cabra en salsa en La Palma es casi una obligación si se quiere conocer la gastronomía popular de la isla. Una buena parranda o una simple comida suele incorporar, con frecuencia, la carne de cabra como plato principal o como una entrada propia para ir picoteando. No existe gran diferencia en su preparación, entre los distintos lugares de la isla, aunque siempre cuenta la calidad de la carne y el arte de la cocina, pero si hay pequeñas variaciones, incluso dentro de un mismo municipio, como sucede en Garafía, donde la carne de cabra arreglada, compuesta o estofada que mayor fama alcanzó fue, desde los años cincuenta del pasado siglo, la de Roque el Faro.
Aquí reseñamos la receta de la carne de cabra tal cual se preparaba en el barrio de Cueva de Agua en Garafía, en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, según información recabada de Pilar Sánchez Rodríguez. La tía Pilar heredó, el arte de la cocina al igual que nuestra madre y abuela Ignacia Teodomira y nuestra otra tía, Julia Fela, de nuestra abuela y bisabuela Ángela Rodríguez Pérez, nacida en 1898. Doña Angelina como era conocida en el barrio perfeccionó sus cualidades innatas, bien entrado el siglo XX, enriqueciendo la sencilla elaboración de la comida del campo, intercambiando su arte con Manuela Rodríguez, de la familia de los “Ricachos”, que había trabajado en S/C de La Palma, aprendiendo la buena cocina de la ciudad y con Elena Pérez, hija de Antonio Abad y de María Castillo, y hermana de Blasina, que había sido cocinera en casa del fiscal en S/C de Tenerife. Su mujer de nacionalidad inglesa le enseño variadas recetas y con ella perfeccionó sus saberes más elementales. Según mi abuela, en las primeras décadas del siglo XX, la carne que existía en las casas de Cueva de Agua, en buena parte del año, era la de cerdo, siendo más excepcional la de cabrito, limitado a enero, febrero y marzo, y muy rara la carne de cabra arreglada, pues se prefería, en caso de matar el animal, salarla, conservándola en una tina de madera de tea, para después ir consumiéndola poco a poco. A finales del siglo XIX, según testimonio de Francisco Rodríguez Medina, “Pancho Lidia”, transmitido a su hija Angelina, el consumo de alimentos no era variado y la elaboración de la comida era muy elemental, estando casi siempre presentes las papas y el gofio, amasado y/o escaldado, junto a la carne, normalmente tocino de cerdo, como primer o segundo plato, pues, lo más normal, en almuerzo y cena, era comenzar con el potaje, con frecuencia el famoso potaje de trigo. Siempre presente el vasito de vino de tea. Poco varió la situación al comienzo del siglo XX, a pesar del incremento de actividad económica en Garafía abastecedora de productos agrícolas e incluso con exportaciones relevantes como la almendra. A casa de Angelina acudían varias mujeres del barrio, familiares o vecinas, para recibir sus saberes y especialmente en determinados postres como el queso de almendra para el “punto”. El “punto” era esencial en las comidas, pues el tiempo de cocción era algo indicativo, particularmente con el uso de la leña o el carbón. También era fundamental saber el momento en que el horno estaba preparado, en los casos de su utilización. Degustemos la carne de cabra arreglada según receta de la tía Pilar. - Cortar la carne en trozos de tamaño medio, tendiendo a lo generoso. Se aconseja un mínimo de 2 kilos. - Limpiar la carne para evitar un olor fuerte a sebo, salvo un particular gusto de sabores fuertes. - Guisar la carne durante media hora, aproximadamente con fuego fuerte, con agua que cubra la carne, a la que se añade 2 hojas de laurel, un vaso grande de vino tinto de tea y una cucharada de sal. - Escurrir bien la carne. - Sofreír la carne ligeramente. - Elaborar fritura con diez cucharadas de manteca de cerdo o con el equivalente de aceite, en su sustitución, una cebolla grande o dos pequeñas, tres dientes de ajo, un tomate maduro o dos tomates si son pequeños, dos cucharadas de mojo palmero dulce o una si es picante, media cucharita pequeña de colorante y una cuchara de sal gruesa. Se puede añadir un poco de orégano, aunque junto con otras especies era más propio para elaborar el cabrito en salsa. - Guisar la carne en el caldero a fuego lento, añadiendo toda la fritura, medio vaso pequeño de vino tinto de tea y dos vasos grandes de agua. El vino de tea se puede sustituir por otro vino tinto. Se puede ir añadiendo un poco más de agua, pero sin que sea necesario cubrir la carne totalmente, para que la salsa no quede muy aguada. El tiempo de guiso puede aproximarse a las dos horas, vigilando que el fuego esté bajo y comprobando el momento en que se puede retirar. Para ello se pinchará la carne con un tenedor y cuando este entre con facilidad, o se desprendan los huesos de la carne sin dificultad, se apaga el fuego. Manuel de Los Reyes Hernández Fernández y Manuel de los Reyes Hernández Sánchez. Radazul, el Rosario, Tenerife, a 29 de mayo de 2020. LUIS PÉREZ MARTÍN ENTRE LA BONDAD Y EL MISTERIO. LA OTRA DIMENSIÓN, EN SU MENTE Y EN SUS MANOS.30/5/2020
El predominio de la concepción materialista, en los más diversos aspectos de nuestro ser y actuar en este mundo contemporáneo, no alcanzaba al inolvidable inspector de educación, Luis Pérez Martín, para quien era dominante la fuerza del espíritu en el gran misterio de la vida. Lo singular y sorprendente del compañero y amigo es que no fuera ni se comportara como una persona de otra época. Incansable trabajador, puntal en los tenderetes, atento en la ayuda al otro, ajeno al enfado, podía pasar de una dimensión a otra con suma facilidad. En el desarrollo de una conversación normal, del análisis de los temas educativos, de los problemas de plantilla, o cualquier otro, propio de la labor inspectora, una simple palabra clave relacionada con el campo del espíritu actuaba como detonante para hablar y hablar de su otro mundo con toda normalidad, ante la mirada atenta de sus compañeros, algunos incrédulos, la mayoría escépticos, asintiendo unos y bromeando otros. Con la bondad, como divisa de su ser, y con el compromiso del buen trabajador, Luis Pérez estaba siempre, en su jornada de funcionario, cumpliendo el servicio público, sin señales de cansancio, sin ausencias ni bajas por enfermedades que le eran ajenas, añadiendo horas de intenso trabajo en los meses de inicio y finalización de cada curso académico. Son estas notas una nueva oportunidad, para destacar otra de las cualidades de Luis, su capacidad de encaje, de aceptación del otro, por diferente que fuese, y lo más opuesto a sus ideas, su tolerancia. Nunca se enfadaba por pesada que fuera la guasa o por las opiniones divergentes. De cierta indiferencia inicial pasé a interesarme por algunos temas que le apasionaban, como los templarios o los “illuminati”, él incidiendo en su vertiente mistérica, y yo, en la histórica. Una y otra vez deambulaban por allí Hugo de Payns y Jacques de Molay, para saltar, cada vez con menos rubor, a su otra gran pasión, la masonería. Aparecían entonces las Constituciones de Anderson, mientras Hiram Abif se marchaba y volvía, saltando de las pirámides a los templos, para acabar viajando a S/C de La Palma, y empezar y no terminar, hablando y hablando del rico pasado cultural de nuestra entrañable isla. Cualquiera de estos términos se convertía en palabra “clave”, es decir, en la llama que encendía la conversación que se extendía como un fuego difícil de apagar. Le recuerdo especialmente emocionado, cuando el año 2000, a mi regreso de Portugal, después de una estancia de seis años, le conté mis visitas al castillo de Tomar. Entonces comenzó a hablar sobre los templarios y fracasé en todos los intentos de acabar la conversación hasta que, supongo, se agotó el último relato del poder perdido por la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón en las tierras lusas. Cuando pronuncié la laudatio en el acto de jubilación, en La Laguna, no pensé que en esa carrera continua que mantuvo hasta tu muerte, en múltiples actividades, yo iba a estar tan cerca y a conocerle cada año, más aún. Creo haber resumido su vida polifacética en las palabras que pronuncié en ese acto el 16 de noviembre de 2012, por lo que a ellas remito a cuantos interesados quieran conocer más detalles de su pasado. Ahora toca añadir las últimas pinceladas de siete años en los que hemos seguido profundizando en lo divino y en lo humano, y más en lo primero, pues él ha sido inseparable de ello. La ruptura o cierta lejanía que con frecuencia se produce entre los compañeros, cuando alguien se jubila, no afectó a varios inspectores que pasamos a formar parte del denominado grupo lúdico-gastronómico “Flor de la Marañuela”, al cesar en el servicio activo como funcionarios. Con “La Marañuela” mi relación con Luis Pérez Martín se hizo más profunda, pues todos los lunes nos veíamos en lugares diferentes: bodegas, guachinches, casas privadas; en Icod de Los Vinos, Garachico, Tacoronte, Tegueste, La Laguna, S/C de Tenerife o Barranco Hondo, entre otros lugares, para degustar el buen vino con las ricas viandas de nuestra tierra, en medio del canto, el cuento y el chiste y, en ocasiones, con conferencias, charlas o intervenciones sobre temas de actualidad, particularmente de la etnografía canaria. Compartir mesa, entre otros, con grandes músicos como el hijo predilecto de la Villa de Candelaria, Agustín Ramos, con su acordeón, y con el recordado profesor Antonio Pérez Ortega, moviendo sus manos con maestría en el teclado del piano, bajo la dirección de Benigno, hizo más grande, si cabe, a Luis Pérez, por reforzar sus cualidades en el arte de Orfeo, bien, que él devolvía con creces, tocando la guitara de buena madera, manejando con maestría los más variados instrumentos musicales, y, especialmente, con su otra guitarra del temple, la armonía y la bondad. Seguro que le continuará llegando el son de la guitarra de Lalo en Cueva del Rey, en Icod, o la voz de Chago Melián, refuerzo en algunas ocasiones, en Barranco Hondo o Tegueste, lugares unidos por un río de vino blanco, que cambia de sabor, del norte al sur, y que mezcla, en los componentes fenólicos, el aroma de la amistad, para mayor gloria de la querida “Marañuela” en Tenerife, su tercera isla. Después de la jubilación, Luis Pérez Martín apenas cambió, más allá de no tener el horario rígido de la inspección de educación como todo funcionario, y de olvidar para siempre los aspectos burocráticos y de gestión en general. Conservó el interés por los temas educativos, participando en actos, asesorando en ocasiones, o documentándose en asuntos específicos de los que hemos venido en llamar educación especial, por ejemplo, en el controvertido tema de los “niños índigo”, pero, indudablemente, dispuso de mucho más tiempo para ese mundo de misterio que para él era el mundo normal desde aquel encuentro con don Antonio el Cubano, cuando aún era muy joven. Viajaba con frecuencia a la isla de La Palma y en ocasiones a Gran Canaria u otras islas para encuentros, entrevistas, para recibir formación o impartirla, con dos ejes como guía: la sanación, por un lado, y la masonería por otro. Dispusimos muchas horas para hablar entonces sobre nuestras actividades, en las que se borraban las distinciones y los campos, pues saltábamos de un tema a otro, un tanto alegremente. Los graves desencuentros entre la Iglesia Católica y la Masonería no tenían cabida en él, que entendía posible la buena relación entre entidades históricamente tan contrapuestas, pues él mismo no quería dejar de ser cristiano, siendo masón. Consecuencia de todo ello, unas veces debatíamos sobre las posiciones del jesuita Ferrer Benimeli, su conocimiento y su acercamiento a la masonería, otras veces, conversábamos sobre Christian Rosenkreuz y el auge de las fraternidades en nuestra época, con el peligro que entrañaba cualquiera de estos asuntos respecto al tiempo, por el consumo de horas y horas sin fin, analizando todas estas cuestiones. Mi recuerdo especial para el “efecto Mozart” y su relación con la nueva medicina, cuando se desbordó su pasión, para explicar lo que era desconocido para mí. En la sede de la inspección, en el edificio de usos múltiples, en la calle de La Marina, en febrero del año 2003, un sábado que fuimos a trabajar en la compilación de textos dispositivos generales con un apéndice sobre Canarias, con motivo de la publicación de la Ley Orgánica de Calidad de la Educación, hacia las cuatro de la tarde, al saltar la “palabra clave”, surgió un nuevo contratiempo y se acabó el trabajo, consecuencia de que él no paraba de hablar, y yo tampoco, con el agravante de que el respeto mutuo impedía pronunciar la frase: dejemos alguna cuestión para mañana y acabemos. Solución al problema: los dos fuimos el domingo a la sede para seguir con nuestro examen normativo. Eran otros tiempos, teníamos llave de las dependencias y se podía ir a trabajar sin solicitar permiso, o con el permiso tácito de nuestro coordinador entonces, Néstor Castro Henríquez, que tantas horas sembró, también, con generosidad en aquel campo de la educación. Nunca se molestó por la discrepancia, ni por mi escepticismo sobre la mayor parte de lo que decía en términos mistéricos o mis opiniones al respecto. Su visión de la vida y del mundo me fue interesando en grado creciente. Más personas, de las que inicialmente yo estimaba, compartían su visión y, en mi afán de conocer, no sobraban sus creencias, ni sus explicaciones, ni el eco de su pensamiento. La realidad social es muy compleja. Coherente con la mezcla de lo real y lo irreal, de lo material y del espíritu, sus actuaciones tenían el norte de hacer el bien y ayudar a los demás. Éstas fueron sus constantes y apenas le quedaba tiempo para sí mismo, de modo que los ratos de asueto, fuera de los lunes, tenían que ser planificados con antelación. Si la bondad busca a alguien, y la generosidad quiere acompañarle, seguirán el camino que les conduce a Luis Pérez Martín, para fundirse en un afectuoso abrazo de solidaridad, mientras suena el clarinete con los alegres sones de quien tiene por misión principal el bien, que es el bien de los demás. Pocos compañeros han tenido la resistencia física y mental de Luis Pérez Martín para permanecer sentado delante del ordenador, calculando plantillas, localizando disposiciones o refundiendo textos legales, y ninguno para, en un momento dado, iniciar un monólogo interminable, como él podía hacer, y ello por la imprudencia de alguno al mencionar una palabra clave de su mundo mistérico, aunque a veces la cita fuera intencionada, buscando el descanso en el duro trabajo, o la alegre conversa en el tenderete. Ciertos compañeros recordamos con precisión los relatos en Montoro, en La Gomera, mientras tomábamos la copa de parra para que el tiempo fuese bien medido y la parrilla estuviera a punto, escuchando los interminables relatos que descubrían los secretos de las pirámides de Güímar. No sorprendió a los forasteros que Pepín, el anfitrión, amigo del inspector Ramón Fagundo, organizador del encuentro, dijera la frase: “ustedes empiezan y el amigo arranca como un “yesquero”, pues Jorge Méndez y yo sugeríamos el tema, dentro de la casa, donde quedaba Luis con Pepín, y alguno más, mientras nosotros salíamos para respirar el aroma del lugar y degustar al aire las tres bebidas, parra, cerveza y vino. Día grande en su segunda isla, La Gomera, en uno de los muchos encuentros celebrados por todos los rincones, desde La Villa a Playa de Santiago o desde Agulo a Arure, Las Hayas, sin olvidar el agua de ramas de Chipude, en los que en algún momento surgía “la otra dimensión”. Muchas fueron, también, las tardes en Agua García, en las que la comida se transformaba en tenderete, y allí Luis animaba con la suavidad del que no molesta. Nunca faltaba en La Guancha, por San Andrés, o por cualquier benéfico y siempre beneficioso pretexto, adonde llegaba bien guardado, entre otros, por sus grandes amigos Marcos Pascual Rodríguez y Carmen Nieves Crespo de las Casas. Había que acudir siempre, por ser falta muy grave no responder a la cita realizada por el atento Jerónimo, el veterano director, Jerónimo Morales Barroso. Luis Pérez Martín no podía estar ausente, en las jornadas de inspección de educación o en los diferentes encuentros, llevaba la música con él, junto al otro gran puntal de las canciones, el inspector Ramón Prieto. El prodigioso repertorio de Ramón era la segura guía de ratos inolvidables. Para los demás compañeros Luis aportaba los cuadernos, con la letra y música, que permitieran el seguimiento de los dos puntales. Rápido trasmitiendo los avisos y las invitaciones, unas veces, organizando otras, o participando con la energía de su particular vitalismo y la relajación proyectada por su aura, siempre acudía a los encuentros. Dado el primer paso en su explicación del mundo del espíritu y la materia, surgía el grave problema del punto y final. Totalmente claro para él y confuso para los demás, las dimensiones se perdían y su mente podía adentrarse hasta en el interior de las pirámides de Egipto, saltando de un tema a otro, en medio de un mundo de sanación en el que no podía faltar el reiki de Mikau Usui y sus manos desprendiendo la energía ardiente. Muchas veces comentaba el efecto de relajación con el inspector Jorge Pérez, su más entrañable compañero, entre el descreimiento y la constatación de ciertos resultados. El afecto que se profesaban los dos amigos era de los más fuertes del grupo, acentuado como consecuencia del apoyo que Jorge recibió de Luis Pérez, en los duros momentos vividos, cuando acababa el milenio. Cada vez más, profundizaba en los temas de la masonería, pero hablando en términos generales, sin señas personales. Sin duda alguna, seguía siendo uno de sus principales propósitos. Fue Venerable Maestro de la Logia Abora 87, en S/C de La Palma, sucediendo a Jerónimo Saavedra Acevedo. Su labor, junto a Luis Monterrey fue fundamental para recuperar la logia creada en 1874. Sus discretas tenidas dieron paso a su manifestación pública en S/C de La Palma. En mis conversaciones le comenté que la masonería había pasado de sociedad secreta a discreta y ahora algo discreta, Luis sonrió, como siempre. Su amigo Luis Ortega Abraham le calificó de hombre de fe y de principios, bueno y solidario, palmero radical, un retrato definido del compañero y amigo de la inspección de educación. Inolvidable 8 de mayo de 2019, cuando pude visitar a Luis Pérez en el Hospital Universitario Nuestra Señora de la Candelaria, gracias a que tres de sus hijos me cedieran el turno de visita, para entrar con su otra hija, Yurena, en la “sala de los tubos, la soledad y el silencio” y aportar la energía traída de La Palma, desde donde había seguido el proceso de su enfermedad, cuando ya no respondía a mis palabras, porque hablaba en otras dimensiones. En Roque el Faro había quedado su tío Pedro pendiente, y en El Colmenero el orégano que tanto valoraba, con la miel de oro, tan especial de Garafía. Ya la aloe vera y el ajo, el mejor “antibiótico” natural, se habían adelantado para preparar la llegada, del sanador naturista en la lejana casa, y recibir allí al hombre estudioso que, por estos lares, mejor conocía las propiedades curativas de las plantas. Dos horas después, en mi casa, en Radazul, recibí la triste noticia del fallecimiento del compañero y amigo. Muchas pinceladas de la vida de las buenas personas se pierden con el transcurso de los años. Para que ello no sea así, por lo que a mí toca, se han escrito estas líneas, que como punto final incluyen el mensaje que remití a los inspectores de educación que nos comunicamos con frecuencia, redactadas en el momento que casi siempre es sorpresa, por grave que pueda ser el estado de aquél al que no queremos despedir. “Paro mi actividad, y me quedo concentrado en el compañero y amigo de enorme generosidad, siempre dispuesto al bien y a disculpar las deficiencias. Un abrazo Luis en la eternidad. Tuve la suerte de poder enmendar errores, conocerte mejor, y compartir horas y horas de trabajo con conversaciones interminables. En una hora dura en medio del misterio de la vida, quisiera que estas palabras te lleguen como oración cargadas de afecto y profundo sentimiento. Gracias Luis, por tu amistad, con el deseo de que este reconocimiento contribuya al consuelo de tu familia en este viaje al infinito. Gracias.” Tegueste, a 8 de mayo de 2020, Manuel de Los Reyes Hernández Sánchez. |
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